21:00 horas. El monitor dijo: ¿Para cuántos es la primera vez? Y sólo yo, entre atemorizada y expectante, levanté la mano. ¿¿¿Y te apuntas en sport??? Me espetó con sorpresa. En ese momento me di cuenta de que, sólo quizás, me había venido arriba un pelinchi con esto del ejercicio y quizás, sólo quizás, tendría que haber elegido tai chi y no adaptiv strength nivel sport. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral al ver el ir y venir del resto de los sufridos asistentes hacia las mancuernas, los discos, el step, la barra… Ataviados con toallas al cuello, bebidas tonificantes de a litro, guantes para las barras y muñequeras parecían autóctonos del gimnasio, y yo la única representante de la especie foránea. Sola ante el peligro, me armé de valor y dejé el móvil, las gafas de ver, las de sol, las llaves del coche, las de casa, la del Go Fit y la sudadera (por cierto, qué palabra tan horrible) en un rincón y me dispuse a hacer acopio de todo tipo de accesorios. Pronto conseguí estar en igualdad de condiciones –ojo, en cuanto a complementos se refiere– que el resto de la clase. Tras unos cinco minutos de pericia, logré encajar los discos en la barra. Mínimo peso; no quiero caer fulminada bajo la barra y montar un espectáculo innecesario. Empezamos. No os quiero aburrir contando cómo transcurrieron los 45 minutos siguientes, pero os puedo asegurar que si, tal como indican estudios recientes, el ejercicio físico activa el flujo sanguíneo del cerebro, incrementa su actividad, estimula la plasticidad cerebral, restaura neurotransmisores, aumenta el volumen cerebral y crea nuevas neuronas, mi coeficiente intelectual debe de haber aumentado hasta límites insospechados esta semana. Eso sí, apenas puedo mover un brazo sin que me duela algún músculo. Pero ni tan mal, oye, porque he descubierto algunos que no sabía que tenía –este hecho creo que puede ser una prueba empírica de lo de las neuronas y demás–. Me siento, me duele. Me levanto, me duele. Cojo un vaso de la balda superior del mueble de la cocina, me duele. Me cuelgo el bolso, me duele –hummm... bueno esto es normal, porque en mi bolso puede haber hasta una nueva civilización–. Subo las escaleras, me duele. Giro el cuello, me duele. Escribo, me duele. Vamos que creo que lo único que no me duele es la mente. Pero más feliz que una perdiz… Debe de ser que estoy liberando hormonas y neurotransmisores de ésos que hacen que experimente una sensación de libertad y felicidad, pero a cholón. Y es que ya lo decía un señor romano allá por los siglos I y II después de Cristo, concretamente Décimo Junio Juvenal en su Sátira X: “Orandum est ut sit mens sana in corpore sano”. O sea, “debemos orar por una mente sana en un cuerpo sano”. Una cosita os voy a decir: ¡¡a Décimo Junio Juvenal querría yo ver en la clase de adaptiv strength nivel sport!!
1 Comentario
Mi trabajo como periodista casi siempre comporta grandes satisfacciones, no exentas, eso sí, de horas e incluso días de exhaustiva dedicación mental. Pero algunas veces, sobre todo cuando hago entrevistas, se produce una especie de magia entre el personaje entrevistado et moi-même. Y de forma natural, como el que no quiere la cosa, nos sorprendemos hablando sobre yoga, mindfulness, el último libro que hemos leído o lo mucho que nos gusta la leche a pesar de que –sí, lo sabemos– el ser humano es el único mamífero que la toma cuando es adulto y, para más inri, proveniente de otra especie. Esto lo leí en el famoso libro La enzima prodigiosa, de Hiromi Shinya, y al que hago caso omiso en muchas ocasiones. Qué se le va a hacer… la perfección no existe y, como decía Hawking, “sin la imperfección ni tú ni yo existiríamos”. Pero, bueno, a lo que iba. Eso que os cuento volvió a pasarme no hace mucho cuando entrevisté a Manuel Lombo, cantaor y sevillano de pro, para el microsite i-Scenario. Hubo conexión total. No me preguntéis por qué pero Manuel me habló de un libro que le vino genial para relativizar… digamos… ¿la vida entera? Me envió el pdf por wasap y empecé a leerlo: El arte de no amargarse la vida, de Rafael Santandreu. La cosa va de psicología cognitiva. Interesante, ameno y, por suerte, útil en muchas circunstancias. Por ejemplo, me sentí especialmente atraída por la idea de lo que el autor denomina “orgullo de la falibilidad”. O sea, que no pasa nada por no ser perfectos. Que nos equivocamos –yo sin parar–, que no lo hacemos todo bien, y esto es un hecho comprobable y comprobado. Además, ser perfect@ sería tera-aburrido, salvo, eso sí, si se trata de Paul Newman. Porque una mira a Paul Newman y se da cuenta de que otro mundo es posible… Porque existe un antes y un después de Paul Newman… Me he vuelto a desviar de la cuestión. Retomo. Como os decía, yo me equivoco sin parar, fracaso en muchos retos que me autoimpongo y he conseguido uno o ninguno de los objetivos laborales que perseguía allá por el siglo pasado. ¡Así me va! No paro de ampliar –me atrevería a decir que cada año– mi zona de confort. Y estoy convencida de que a lo largo de 2018 vendrán más tropiezos personales y profesionales que me obligarán a ampliarla más y más todavía. Ole. Venga. La comodidad está sobrevalorada y, además, engorda fijo. Equivocarse es incómodo, sí, se pasa una vergüenza infinita al reconocer que –¡horror!– no eres infalible, pero también es vital para despegar hacia nuevos horizontes. Hacia nuevos e IMPERFECTOS horizontes. |
Hola!Aquí voy a contar cómo evolucionan algunos de los retos que me autoimpongo cada día, cada semana, cada mes... cada tiempo. Archivos
Mayo 2018
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