Entre 1993 y 2000 hubo una serie de experimentos que intentaron determinar la relación existente entre el ADN humano y la materia física, y rebatir así la creencia de que todo en nuestro universo estaba separado. De entre ellos, dos han llamado poderosamente mi atención: en el primero vaciaron un tubo de ensayo en el que sabían que quedarían fotones aun después de sacar el aire. Y comprobaron que esos fotones quedaron distribuidos de una forma desordenada. Decidieron introducir entonces muestras de ADN humano en el tubo con los fotones y fue cuando descubrieron que las partículas de fotones se ordenaron de forma distinta: reaccionaron ante la presencia de ADN humano. Se preguntaron por qué. Lo siguiente fue retirar el ADN humano y descubrir que, para su asombro, las partículas no recobraron su formación inicial desordenada sino que mantuvieron la misma estructura que en presencia del ADN… aunque éste ya no estaba dentro del tubo. Intrigados y sorprendidos con este resultado, quisieron ir más allá y saber si nuestras emociones, nuestros sentimientos, seguían causando efecto en las células vivas (ADN), una vez separadas del cuerpo, incluso a kilómetros de distancia. Lo testaron con un donante al que extrajeron muestra de tejido que fue aislada y trasladada a otra habitación al principio y, en última instancia, a 560 kilómetros del donante. Y comprobaron que sí; el ADN del donante reaccionaba y se comportaba como si todavía estuviera físicamente conectado a su cuerpo, de forma simultánea, ni un nanosegundo después. Y pienso que es sorprendente. Y pienso que es mágico. Algo en nosotros tiene efecto en el mundo que nos rodea. Algo de las personas que conocemos a lo largo de nuestra vida queda en el tubo de ensayo que contiene nuestros órganos y, de algún modo, cuando ya no están, cuando la separación es un hecho probado y se han instalado tan lejos de nosotros como Marte lo está de la Tierra, aunque no queramos ser conscientes, nuestra existencia ya nunca será igual que antes de su contacto. Algo de los paisajes que hemos sentido cerca, que hemos gozado, que hemos palpado y respirado, el aroma de las peonías tardías de finales de junio, el tacto tibio de la lluvia de arcilla en mitad de una ciclogénesis, las estimulantes noches junto al bafle que bramaba temas de Joy Division… nos ha hecho reordenarnos de una forma diferente. Algo de ti queda en mí para siempre; algo de mí queda impregnado en tu risa y en la forma de coger la taza de café mientras observas cómo bailan las mariposas monarca sobre la antigua Lambretta celeste. Y aquella fugaz mirada nueva que cruzamos tras los escaparates de los grandes almacenes a principios de los ochenta y que nunca llegó a transformarse en saludo, vive en nuestras células donde quiera que estemos. Y pienso que la emoción es una invitada extraña, indomable, espontánea, voluble, traidora, honesta, certera, incontenible, inconveniente, vital, mortífera, contradictoria, coherente. Y siento que es un milagro cuando, por más que nos olvidan, somos incapaces de olvidar, y el día a día se vuelve tan humano, tan cierto, tan benévolo que el fragor de las grandes urbes es un refugio vibrante de posibilidades. Me gusta mantener un ojo cerrado mientras observo con el otro todo lo que se encuentra en mi ángulo de visión. Especialmente si estoy tumbada de lado, mi cabeza sobre la almohada, suelo cerrar y abrir los ojos en una alternancia casi compulsiva que me descubre cómo los objetos, inmóviles, parecen desplazarse y esconderse a placer. Sin embargo, cuando mantengo ambos ojos abiertos, todo encaja a la perfección, todo cobra un sentido, el que sea, nada sobra ni falta porque lo que veo es la realidad en su conjunto. REALIDAD, según la RAE: 1. Existencia real y efectiva de algo. 2. Verdad, lo que ocurre verdaderamente. 3. Lo que es efectivo y tiene valor práctico, en contraposición de lo fantástico e ilusorio. Quizás esta práctica no es sino otra de mis tretas para descontextualizar la realidad. No puedo ocultarlo más; soy fan de lo fantástico y mucho más de lo ilusorio. Pero me surgen dudas tales como ésta: ¿la verdad es lo que ocurre verdaderamente? Es más, –ojo que voy a añadir una coma a la misma frase–, atentos: ¿la verdad es lo que ocurre, verdaderamente? Ahí lo dejo. La verdad entonces son los actos, los hechos… ¿o éstos sólo son la realidad? Como diría un abogado en una película americana, ¿no es más cierto que la verdad es algo íntimo y privado que nace, crece, se reproduce y muere y/o persiste en el alma, a salvo de palabras, hechos y apariencias? Todas estas cuestiones conforman mis pensamientos cuando, tumbada de lado, mi cabeza sobre la almohada, abro y cierro los ojos en una alternancia casi compulsiva. Si simplemente decidiera cerrarlos al mismo tiempo tal vez me dormiría, y podría ver la vida contenida tras los globos oculares, en mi sueño, y mis sueños pasarían a ser mi realidad… o tal vez sólo pasaran a ser mi verdad. Puede que sólo formaran parte de una ilusión fantástica, sin valor práctico en realidad, pero con un pulso vital propio. ¿Sabéis qué? Pensar agota. “El mundo se acaba en la barra del bar entre restos de naufragio. La huida comienza, no debes tardar. La noche se ha vuelto intermitente. Lejos del paraíso. El futuro empieza ya puedes ocupar tu sitio”. By La Mode El otro día, no recuerdo dónde, leí algo contradictorio: nuestros puntos débiles son nuestra fortaleza. Confieso que, al principio, me costó entenderlo. De hecho, creo que incluso estaba en desacuerdo con tal afirmación. Para mí era una suerte de oxímoron, como realidad virtual, calma tensa o sol de medianoche. ¿Cómo pensar que mi vulnerabilidad pueda ser mi fortaleza? Como suelo hacer ante tribulaciones de esta índole, recurrí a esa fuente de sabiduría que es la RAE. Vulnerable: que puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente. Una vez despejada mi duda, se confirma: soy vulnerable. Lo sospechaba desde hace tiempo, de hecho, creo que empezó a insinuarse de forma contundente y repentina al cumplir los treinta. Y hasta hoy, unos días más que otros, esa sensación permanece latente en todo lo que hago, digo y siento. Decidí salir a correr para sobrellevar semejante desazón e intentar desvincularme del mundo por un rato. Hacía más de tres semanas que no practicaba running; simplemente no me había apetecido. Admiro a las personas que se obligan a hacer cosas para ellas mismas sin que realmente les apetezca –descartamos las obligaciones laborales, claro–. A mí me cuesta un mundo. El recorrido se me hizo bola a los 20 minutos, tenía calor, me dolían las piernas, y no podía evitar seguir en conexión con el mundo, así que empecé a arrepentirme de mi decisión a medida que avanzaba. Cual cobarde, estuve a punto de completar el circuito andando, pero algo hizo click en mi cabeza, reposé mis pensamientos en un banco, y opté por seguir a pesar de desear con la fuerza de mi mente mental que apareciera en el camino, así, de repente, una cabina de teletransporte urgente a cualquier spa, playa, universo o –llamadme loca–incluso a mi casa. ¿Por qué decidí seguir con mi running? Nuestros puntos débiles son nuestra fortaleza… hummm… curioso. Mientras corría, esa vez con la música de Prokofiev, –y visto que era incapaz de desconectar del mundo– sentí que empezaba a entender el vínculo entre fortaleza y vulnerabilidad. Aquí transcribo mi hilo de pensamiento: “Quizás no he estado enfocando del todo bien la cuestión porque he intentado banalizarla a golpe de razón. Sí, como cuando te dicen que conviertas tus defectos o puntos débiles en virtudes, por ejemplo, no eres aburrido sino responsable; no eres negativo sino realista; no eres caótico sino creativo… Me recuerda peligrosamente al ‘refuerzo positivo’ en la educación de los niños. En plan “hij@, no has recogido tu habitación –como te llevo pidiendo lustros–, pero has llevado tu vaso a la cocina”. Ole. ¿¿¿Y??? Por favor, los niños también tienen derecho a experimentar frustración, a asumir que no todo lo que hacen (o no) está bien… Digo yo que se puede ser aburrid@, caótic@, negativ@ y muchas más cosas. Conocerse a un@ mismo es tan difícil como enfadarse sin decir palabrotas. Quizás por eso me cuesta tanto enfadarme; no me enseñaron a decir palabrotas. A ver, si, por ejemplo, fuera caótica, ¿podría convertir mi caos en mi fortaleza?”. Fin de la transcripción. Me da a mí que esto de los puntos débiles y las fortalezas va de intentar superarse siempre, de sentirse vencedor incluso en la derrota. Qué cosas, me viene a la memoria la frase del poeta Robert Frost: “En dos palabras puedo resumir cuanto he aprendido de la vida: seguir adelante”. ¡Ya estamos tardando! Anoche tuve un sueño... no, perdón, recuerdo algo que soñé anoche: me deslizo minúscula entre los órganos calientes de un cuerpo extraño. Del corazón brota un tulipán color de fuego y asciendo por su tallo hasta unos labios, escuetos de amor. La sensación de calidez es extrema y, de repente, somos dos. Nos elevamos cogidos por la cintura hacia un nuevo universo que estrenamos como Neil Armstrong. Dos lunas, dos soles, dos estrellas, dos rostros, somos nosotros pero al mismo tiempo somos sólo otros. Un vértigo, un abismo, el vacío. Estoy sola. Y me precipito atravesando una veintena de techos hasta alcanzar la gran lámpara de araña, las lágrimas de cristal tintinean a mi caída. Sigo cayendo. La exquisita disposición de la mesa de comedor, la elegancia de los muchos comensales con trajes de principios del siglo XIX, el alboroto de cubiertos y copas entremezclado con las conversaciones de los invitados. Entonces, me desplomo de espaldas sobre el centro de mesa. And suddenly, I felt nothing. Cuando recuerdo algo que he soñado me siento rara. La mañana empieza conmigo siendo otra, o puede que siendo una versión distinta de mí, y esa sensación me acompaña a lo largo del día, se adhiere a mi ADN y se queda para siempre. Como un perfume o una canción que nunca olvidaré. Como algo vivido, como la memoria de la experiencia. El doctor Otto Loewi se despertó en plena noche y apuntó algunas cosas en un papel. Al día siguiente comprobó que había soñado los conceptos básicos de la neurotransmisión química. Ganó el Nobel de Fisiología en 1936. Algo parecido le ocurrió a Larry Page, cofundador de Google, quien confesó que la idea del buscador vino a él durante un sueño. La neurociencia ha encontrado el lugar donde nacen los sueños. Está justo encima de la nuca y lo llaman hot zone. Nuestros sueños ocupan el 95% del tiempo de la fase REM, sin embargo apenas recordamos unos minutos, y no siempre. La neuróloga Francesca Siclari asegura además que “el sueño es para el cerebro una experiencia real y no sólo algo que inventamos al despertar”. Esto me ha hecho pensar. Una experiencia real… Una experiencia en la que nuestra consciencia está activa. ¿Significa esto que, en cierto modo, tenemos la capacidad de soñar la realidad? Y voy más allá… ¿Será que, a partir de un registro de emociones y datos diarios, nuestro cerebro dormido pero consciente nos regala oportunidades, soluciones, premoniciones y hallazgos que olvidamos al despertar? Me siento torpe y algo absurda al constatar, una vez más, que la clave está en nosotros mismos. Que alguien nos re-enseñe a recordar, please. Lo confieso: unas diez cucharadas de helado de nueces de macadamia han sido el motor de mi running de hoy. Hacía más de una semana que, entre nevadas y trabajo, no había salido a correr. Mi mejor momento para esta actividad siempre es antes de anochecer porque me gusta pensar en qué ha sido del día, zancada tras zancada. Sin embargo, hoy me he sentido pequeña en el circuito, sin capacidad de egoísmo, sin intención de dedicarme apenas un pensamiento. Me he olvidado de mí misma al contemplar, casi en exclusiva, cómo iba cambiando la luz allá por la línea del horizonte. El cielo se ha transformado en un gran óleo teñido de rojo en algunas partes, y en otras, las nuevas nubes cargadas de gris plomizo empezaban a besarse unas con otras entremezclándose sin pudor, mientras las luces de las casas brotaban como por contagio. A medida que iba avanzando, sorteando muchos charcos y algunos perros con collar fluorescente, la tarde se evaporaba y cada vez más luces iluminaban la ciudad. Millones de personas en sus casas, millones de historias, debilidades, sueños, penas, ilusiones, anhelos. Millones de personas que sólo quieren –queremos– ser felices. Y esto me ha llevado a una nueva reflexión. ¿De verdad estamos preparados para buscar la felicidad? He pensado en Roy Batty, el replicante de Blade Runner. Roy sólo era un Nexus 6, un androiode de última generación prácticamente indistinguible de un ser humano, salvo por su no humanidad. Conocía su límite: su vida sólo duraría cuatro años. Sin embargo, a pesar de ser sólo un androide, sabía que no quería morir. Nosotros, a diferencia de los Nexus 6, no sabemos cuánto tiempo disfrutaremos de la oportunidad de ser y estar; de decidir si salimos a correr o nos quedamos en casa leyendo o viendo una película. No sabemos si hoy mismo, esta noche, nuestra luna nos mandará un mensaje a través de una canción que recordamos de repente. Ni tampoco si mañana será tarde para empezar a ser valiente. Porque le he dado muchas vueltas y he llegado a la conclusión de que no es fácil atreverse a intentar ser feliz. No. A veces la cobardía se vuelve un escudo que nos protege, muy difícil de resquebrajar, una buena excusa para instalarnos en la queja y culpar a la vida. No sé lo que haría un Nexus 6 si tuviera el privilegio de vivir con la incertidumbre del ser humano… Tampoco sé cómo reaccionaríamos nosotros si descubriéramos que somos Nexus 6. ¿Arañaríamos un minuto más en la Tierra? La noche cubre el circuito y la ciudad de seres humanos se prepara para seguir viviendo. Con o sin escudo. Sólo espero que todos nuestros momentos no se pierdan en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Acabo de leer esta frase en Al caer la luz, de Jay McInerney: “echar de menos a otra persona era un modo de pasar el tiempo con ella”. Me he quedado pensando y no termino de comprenderlo. Lo encuentro extraño y hasta con cierto matiz psicópata. ¿Qué objetivo puede perseguir esa ‘relación’ que es casi imaginaria? No lo sé. Inicio una reflexión. Desde que mi madre cruzó el umbral de este mundo para empezar su nueva vida en el otro, sea lo que fuere ese ‘otro’, la echo de menos. Al principio a jornada completa; con el paso de la vida, a jornada intensiva; ahora, a intermitencias desordenadas. Yo era muy joven cuando ocurrió, es decir, mucho más joven de lo que soy ahora –guiño, guiño– y quizás por eso más vulnerable. Y más egoísta. Y más inconsciente. Y más insufrible. Hay imágenes que se fijan en la retina de tu vida, momentos que te impactan de alguna manera, para bien o para mal, echan raíces y se vuelven compañeros de viaje. Y he descubierto que, aunque hayan pasado más de 20 años, todavía hay veces que duele recordar. Duele reconocer todas las mañanas en las que negaste un beso o una débil sonrisa simplemente porque sí; hiere admitir que pudiste hacer esa llamada justo al llegar a tu destino y no lo hiciste por pereza; quema imaginar lo que podría haber sido y ya nunca podrá ser, lo que podrías haber dicho y nunca salió de tus labios, lo que pudiste escuchar si hubieras preguntado a tiempo; perfora el corazón descubrir que, en tu egoísmo, no fuiste capaz de ponerte en su lugar y salir en su ayuda en vez de quedarte ensimismad@ en tus propios asuntos; escuece constatar que era más fácil juzgar desde una posición descomprometida en vez de haberte comprometido sin más. Incluso abruman todos los besos, buenos momentos, abrazos, miradas, risas y gestos que, presos en instantáneas, decoran el panel de tu vida. Quiero pensar que, a pesar de todas las omisiones, los seres queridos sabían, saben y sabrán que fueron y son queridos, y por suerte, el instinto de supervivencia y ese gran placebo que es el tiempo, ayudan a espaciar cada vez más las ráfagas de dolor dejándote asumir que sólo eres una persona, no un superhéroe. Una mañana cualquiera, hace más de mucho tiempo, ya no pude proyectar el rostro de mi madre sin esforzarme. Me asusté y me sentí culpable por haberme permitido emborronar sus rasgos, desdibujar su expresión. Igual que es imposible estornudar con los ojos abiertos, no puedo procastinar la alegría o la tristeza y tampoco evitar echar de menos a esa persona que no está a tu lado cuando te gustaría que así fuera. Echar de menos a otra persona es un modo de pasar el tiempo con ella. Ahora lo entiendo. Puede que sea enfermizo, no lo niego, pero si lo pensáis detenidamente, cobra sentido. Incluso con los seres queridos que comparten nuestro espacio – tiempo. Te echo de menos; estás conmigo. |
Hola!Uy, aquí voy a contar las cosas más 'ardillibles' que vea. No tengo ni idea de cuáles serán. Archivos
Marzo 2019
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