Ardillas a las nueces y microrrelatos inolvidables para leer
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COSAS QUE INTENTO

Dar cera, pulir cera

14/5/2018

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Pongamos que es un martes cualquiera, 11 am, noto taquicardias, arritmias, sudor frío, me tiembla la voz… Síntomas evidentes de que me siento atacada… y no de los nervios. No me gusta que me ataquen porque me obliga a tomar una decisión al respecto. Y diréis, “¿una decisión? Lo que tienes que hacer es defenderte”. Correcto. Pero –ay– se me hace muuuucha bola. Me estresa defenderme, lo asumo, me cuesta horrores. Debe de ser por haber sido educada en la moral judeocristiana, en poner la otra mejilla o qué se yo. El caso es que me da una pereza… la misma o más que cocinar, que ya es.
En fin, que le ataquen a una ya me parece una ordinariez, pero hay personas que, increíblemente, se especializan en esta disciplina y la perfeccionan a lo largo de su vida profesional y personal.
Están por todas partes.
Según mi experiencia, he descubierto –hasta el momento– cinco tipos de reacciones:
 
  1. Sortear el ataque con habilidad. Es decir, hacer como que no te das por aludid@, y si te he visto no me acuerdo. Para conseguir este efecto que deja al otro ojiplático perdido es muy útil espetarle con desgana un “ajáaaaaaa”, y si miras hacia otro lado mientras lo dices, lo bordas.
  2. Ponerte en su lugar y ejercer la que he bautizado ‘defensa empática’. En plan “te entiendo, pero te propongo que lo enfoques desde otra perspectiva… Comprobarás que, en el fondo, tengo razón”. Y cambias de tema de forma sibilina con un by the way muy americano.
  3. Reafirmarte en tu postura, porque tú lo vales, y nunca ceder, practicando así la placentera sensación de poder mandarlo todo al pairo, si la cosa se pone muy cerril, y asumir con valentía y gozo todas las consecuencias que este acto comporta.
  4. Lanzarte a su yugular, tenga o no razón, para que la gente sepa que nadie-o sea-nadie se mete contigo. Confieso que esta la tengo en tareas pendientes porque estoy todavía en pre-escolar de Agresividad y con algún que otro suspenso del curso pasado.
  5. Escanearte y descubrir que ­–¡horreur!– es posible que tenga razón, y asumir tu parte de culpa. Diossssss, qué difícil!!!! Eso, sí, ojo, que he dicho ‘tu parte’, no vayan ahora a hacerte responsable del cambio climático o, como dice un amigo, de la muerte de Manolete.  
 
Lo dicho, no se me da bien esto de defenderme… ¿o sí?
Como dijo Kofi Annan, “La educación es el gasto para la defensa más efectivo que existe”.
O más sencillo, vamos a hacerle caso al señor Miyagi.
​Concentración: dar cera, pulir cera. 
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¡¡¿Están locos estos romanos!!?

20/4/2018

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​21:00 horas. El monitor dijo: ¿Para cuántos es la primera vez?  Y sólo yo, entre atemorizada y expectante, levanté la mano. ¿¿¿Y te apuntas en sport??? Me espetó con sorpresa. En ese momento me di cuenta de que, sólo quizás, me había venido arriba un pelinchi con esto del ejercicio y quizás, sólo quizás, tendría que haber elegido tai chi y no adaptiv strength nivel sport.
Un escalofrío recorrió mi columna vertebral al ver el ir y venir del resto de los sufridos asistentes hacia las mancuernas, los discos, el step, la barra… Ataviados con toallas al cuello, bebidas tonificantes de a litro, guantes para las barras y muñequeras parecían autóctonos del gimnasio, y yo la única representante de la especie foránea.
Sola ante el peligro, me armé de valor y dejé el móvil, las gafas de ver, las de sol, las llaves del coche, las de casa, la del Go Fit y la sudadera (por cierto, qué palabra tan horrible) en un rincón y me dispuse a hacer acopio de todo tipo de accesorios. Pronto conseguí estar en igualdad de condiciones –ojo, en cuanto a complementos se refiere– que el  resto de la clase. Tras unos cinco minutos de pericia, logré encajar los discos en la barra. Mínimo peso; no quiero caer fulminada bajo la barra y montar un espectáculo innecesario. Empezamos.
No os quiero aburrir contando cómo transcurrieron los 45 minutos siguientes, pero os puedo asegurar que si, tal como indican estudios recientes, el ejercicio físico activa el flujo sanguíneo del cerebro, incrementa su actividad, estimula la plasticidad cerebral, restaura neurotransmisores, aumenta el volumen cerebral y crea nuevas neuronas, mi coeficiente intelectual debe de haber aumentado hasta límites insospechados esta semana. Eso sí, apenas puedo mover un brazo sin que me duela algún músculo. Pero ni tan mal, oye, porque he descubierto algunos que no sabía que tenía –este hecho creo que puede ser una prueba empírica de lo de las neuronas y demás–.
Me siento, me duele.
Me levanto, me duele.
Cojo un vaso de la balda superior del mueble de la cocina, me duele.
Me cuelgo el bolso, me duele –hummm... bueno esto es normal, porque en mi bolso puede haber hasta una nueva civilización–.  
Subo las escaleras, me duele.
Giro el cuello, me duele.
Escribo, me duele.
Vamos que creo que lo único que no me duele es la mente.
Pero más feliz que una perdiz… Debe de ser que estoy liberando hormonas y neurotransmisores de ésos que hacen que experimente una sensación de libertad y felicidad, pero a cholón.
Y es que ya lo decía un señor romano allá por los siglos I y II después de Cristo, concretamente Décimo Junio Juvenal en su Sátira X:
 
                                                 “Orandum est ut sit mens sana in corpore sano”.
 
O sea, “debemos orar por una mente sana en un cuerpo sano”.
​
Una cosita os voy a decir: ¡¡a Décimo Junio Juvenal querría yo ver en la clase de adaptiv strength nivel sport!!
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Orgullosa de mi falibilidad... ¡por fin!

5/4/2018

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​Mi trabajo como periodista casi siempre comporta grandes satisfacciones, no exentas, eso sí, de horas e incluso días de exhaustiva dedicación mental. Pero algunas veces, sobre todo cuando hago entrevistas, se produce una especie de magia entre el personaje entrevistado et moi-même. Y de forma natural, como el que no quiere la cosa, nos sorprendemos hablando sobre yoga, mindfulness, el último libro que hemos leído o lo mucho que nos gusta la leche a pesar de que –sí, lo sabemos– el ser humano es el único mamífero que la toma cuando es adulto y, para más inri, proveniente de otra especie. Esto lo leí en el famoso libro La enzima prodigiosa, de Hiromi Shinya, y al que hago caso omiso en muchas ocasiones. Qué se le va a hacer… la perfección no existe y, como decía Hawking, “sin la imperfección ni tú ni yo existiríamos”. Pero, bueno, a lo que iba. Eso que os cuento volvió a pasarme no hace mucho cuando entrevisté a Manuel Lombo, cantaor y sevillano de pro, para el microsite i-Scenario. Hubo conexión total. No me preguntéis por qué pero Manuel me habló de un libro que le vino genial para relativizar… digamos… ¿la vida entera? Me envió el pdf por wasap y empecé a leerlo: El arte de no amargarse la vida, de Rafael Santandreu. La cosa va de psicología cognitiva. Interesante, ameno y, por suerte, útil en muchas circunstancias. Por ejemplo, me sentí especialmente atraída por la idea de lo que el autor denomina “orgullo de la falibilidad”. O sea, que no pasa nada por no ser perfectos. Que nos equivocamos –yo sin parar–, que no lo hacemos todo bien, y esto es un hecho comprobable y comprobado. Además, ser perfect@ sería tera-aburrido, salvo, eso sí, si se trata de Paul Newman. Porque una mira a Paul Newman y se da cuenta de que otro mundo es posible… Porque existe un antes y un después de Paul Newman… Me he vuelto a desviar de la cuestión. Retomo. Como os decía, yo me equivoco sin parar, fracaso en muchos retos que me autoimpongo y he conseguido uno o ninguno de los objetivos laborales que perseguía allá por el siglo pasado. ¡Así me va! No paro de ampliar –me atrevería a decir que cada año– mi zona de confort. Y estoy convencida de que a lo largo de 2018 vendrán más tropiezos personales y profesionales que me obligarán a ampliarla más y más todavía. Ole. Venga. La comodidad está sobrevalorada y, además, engorda fijo. Equivocarse es incómodo, sí, se pasa una vergüenza infinita al reconocer que –¡horror!– no eres infalible, pero también es vital para despegar hacia nuevos horizontes. Hacia nuevos e IMPERFECTOS horizontes. 
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Hacer por hacer

14/3/2018

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Salí a caminar.
A caminar sin un objetivo concreto, sólo por el hecho en sí de hacerlo, a pesar de que la tarde era ventosa y gélida. Aunque si me detengo un minuto a pensarlo, creo que la inclemencia climática –tened en cuenta que, para mí, 14 grados, nublado y con viento es inclemencia total–, lejos de ser un obstáculo supuso más bien un aliciente. No me preguntéis por qué, a veces ni yo me entiendo.

A lo largo de mi vida he notado en repetidas ocasiones que me encontraba en el borde, como cuando las llamas de una hoguera se desprenden del fuego madre y oscilan cardiacas en el límite, entre la turbulencia y el orden. Pero algo extra-cotidiano pasó esa tarde. Algo que me hizo sentirme a salvo, no sabría decir si fue una certeza, una intuición, ambas cosas o ninguna de estas dos opciones. Puedo contar que viví uno de esos momentos en los que sientes que el universo te envuelve en un abrazo de carácter interestelar, y te presenta la grandeza relativa de todo lo que conforma tu pequeño mundo. Y sólo por un segundo supe que formaba parte de cualquiera que sea el plan del cosmos, a salvo incluso en los márgenes desconocidos.

Las manos heladas, los pies seguían su cadencia casi sin mí, el pelo alborotado por el viento que, indomable, me enfriaba los ojos. El cielo parecía estar más cerca de la tierra y, prepotente, lanzaba algunas gotas que se suicidaban al chocar contra los coches. Los árboles dejaban en libertad a las hojas que bailaban un rato hasta aterrizar en la carretera o en las cabezas de los viandantes. Parejas de jóvenes; parejas de ancianos. Parejas que buscaban complicidad en mis pupilas… La noche ya.
​
Me topé con un luminoso de Go Fit: “Marzo. No cuentes los días, haz que los días cuenten”. Así, 'a cholón', sin anestesia ni nada. Y recordé que no quiero olvidar nunca la siempre inesperada, imperfecta, espontánea, y a veces casi naíf, bonhomía de vivir.
Acto seguido, quizás algo trastornada por el viento, me inscribí en el Go Fit.
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¡Quiero más días intransitivos!

22/2/2018

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Crisis vespertina dominguera, ya sabéis, con esa pátina de “vuelta a empezar mañana”, de “qué ha pasado con mi fin de semana” y de “hala, ahí se va otro día más en el que he procrastinado vivir al máximo”. Me expulsó de este estado, digamos gaseoso, el grito de mi hijo preadolescente desde los confines de su habitación: “¡Mamáaaa! ¿Me ayudas con Lengua, que tengo examen mañanaaaaa?”.  Of course, darling. Análisis de oraciones según la naturaleza del predicado. Apasionante. No, que lo digo en serio. Me encanta analizar oraciones. A mi hijo, obviamente, no. Bueno, a lo que iba. Según el verbo tenemos tres tipos de oraciones, grosso modo, claro: copulativas, transitivas e intransitivas.
*Son copulativas las que se forman con los verbos ser, estar o parecer y necesitan un atributo.
*Son transitivas aquellas cuyos verbos necesitan un Complemento Directo para cobrar sentido.
*Son intransitivas aquellas cuyos verbos tienen sentido por sí solos.
 
Esta simple clasificación me hizo pensar y encontré ciertas similitudes con lo que viene a ser la vida misma. Me explico: tenemos días copulativos, en los que sólo podemos ser, estar o parecer y necesitamos un complemento, más o menos frívolo, más o menos profundo, un atributo al fin capaz de definir nuestro estado. Pueden ser días densos o fluidos, alegres o tristes, completos o vacíos de contenido en función de nuestra masa madre y, posiblemente, de las circunstancias. Son esos días que no nos permiten conjugar otros verbos, por más que lo intentemos.
 
Seguí mi hilo de pensamiento, y las migas de pan que el domingo me brindaba me condujeron a esos otros días transitivos. Los detectamos porque notamos que nuestra vida va por partes, como por entregas, como la bicicleta de Zipi y Zape. Permitidme un momento flashback, please: leía las aventuras de este par en los tebeos –ojo, tebeos, no cómics– y recuerdo que, al igual que Mafalda deseaba un televisor a toda costa, los gemelos querían una bicicleta. Don Pantunflo Zapatilla, su progenitor, les daba un vale canjeable por una parte de la bicicleta cada vez que hacían los deberes o se portaban bien. Fin del flashback. Bueno, pues a veces siento que tengo el sillín, la cadena, los frenos, las ruedas, los radios, los pedales… pero me falta el manillar. Tengo, en definitiva, una ‘bicivida’ transitiva que necesita UN día siguiente, un complemento directo, para que todo encaje. Eso sí, a veces el dichoso complemento directo se hace de rogar y aparece al cabo de semanas o meses, y otras llega como de incógnito, medio camuflado, y me precipita en un juego de dudas y ambigüedades que cuesta despejar. Y es que, por mucho que lo busquemos, el sentido de nuestros días transitivos se presenta cuando menos lo esperamos.

Las migas de pan desaparecieron de repente; justo cuando encontré un recodo escondido del camino donde me topé con un buen montón de días intransitivos. Plenos, repentinos de placer o de éxito, casi perfectos, inauditos de fuerza y cortos, así son algunos de esos momentos de 24 horas que no necesitan nada más que vivirlos para significar. Vienen completos por sí solos y, en algunas ocasiones con extra de sensaciones y borde relleno de satisfacción. Otro mundo.
Uff, ¿sabéis qué? ¡Quiero más de estos días!
Por cierto, examen de Lengua superado. 
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Aceptar mi 'uniqueness' de una puñetera vez

31/1/2018

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Mamá, eres un poco rara. Eso es lo que me han dicho mis hijos en repetidas ocasiones, siempre desde el cariño. No me queda muy claro si es una especie de piropo o todo lo contrario, la verdad, pero no me gusta quedarme con el comecome. Tengo la costumbre de acudir de forma asidua a la RAE para aclarar estas dudas absurdas que me surgen, así que he buscado raro/ra y he descubierto que tampoco es tan malo como yo pensaba:

  1. Que se comporta de un modo inhabitual.
  2. Extraordinario, poco común o frecuente.
  3. Escaso en su clase o especie.
  4. Insigne, sobresaliente o excelente en su línea.
  5. Extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse.
  6. Dicho principalmente de un gas enrarecido: que tiene poca densidad y consistencia.
 
 
Un gas no soy, eso lo sé. Aunque muchas veces, más de las que quisiera, me comprimo tanto que, cuando menos se lo esperan, exploto en mil ‘miniyos’ sin motivo aparente. Y también sé que siempre he intentado ­–y sigo haciéndolo­ cada vez que sufro por algo–, ser otra persona, con escaso éxito. Hacer lo adecuado en cada momento de la vida, lo que se espera de una sin defraudar, ir a favor de la corriente, no desear lo que no se tiene y jugar lo mejor posible con las cartas que te han tocado, me parece la pera. Y es que siendo como los demás se vive mucho mejor que siendo un@ mism@. Ser un@ mism@ es agotador, de hecho, estoy convencida de que podría entrar en la categoría de deporte de élite; se necesita mucha dedicación porque es una disciplina muy, pero que muy vocacional, y no vale sólo entrenar martes y jueves, no no no, se requiere un esfuerzo diario para alcanzar el SuperYOmism@. Ni que decir tiene que la cosa se complica todavía más cuando te esfuerzas por una lado en ser tú mism@ y por otro en no serlo, como si dos energías opuestas lucharan dentro de ti… Ya lo decía Parménides, que era un señor griego que no paraba de pensar en la lógica del ser: “El ser es y no es posible que no sea; el no-ser no es y es necesario que no sea”. Yo no lo habría explicado mejor.
 
Sobre el resto de las definiciones de raro/ra no me siento capaz de opinar. Algún sobresaliente sí hay en mi expediente académico, pero todos antes de la adolescencia, eso sí. Por insigne, así, a bote pronto, no me sale nada… lo más parecido es alguna que otra insignia de las girl scouts. 
 
A lo que voy. Hoy me levanté con el firme propósito de aceptar mi uniqueness, cualquiera que sea, de una vez por todas. Escasa, inhabitual, propensa a singularizarme todo el rato, incluso extraordinaria –si lo oponemos a superordinaria (guiño, guiño), que eso sí que no– y, a veces, sobre todo en esos días que defraudan, con poca densidad y consistencia.
Me ha costado Dios y ayuda, y también un momento de rabia contenida y posmeditación ­–ya hablaremos de ese tema en otra ocasión– amateur en el metro de vuelta a casa. Pero ojo, aquí estoy siendo solo una. A ver cuánto me dura. ¡Tiembla, Parménides! 
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Sonreír cuando lo que te apetece es 'matar' a alguien

26/1/2018

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La de la foto no soy yo... pero podría ser.


Corregidme si me equivoco: todos los días tienen 24 horas. Todos. Aunque de sobra sabemos que el tiempo es una invención humana –y esto me lo ha dicho mi amigo Frank, que es muy listo y sabe infinito sobre cosas del tiempo–, se ha convertido en una forma de medida y muchas veces en nuestra propia cárcel, una cárcel decorada de barrotes que podemos llamar segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años, lustros o incluso podemos ponerles nombres de personas... ¡Volvámonos loc@s!
 
Pero a lo que iba. Todos los días tienen 24 horas. Entonces, si una es de mantener cierta rutina de acciones de lunes a viernes, ¿cómo es posible que la visión de la vida cambie tanto de un día para otro?
Ayer, sin ir más lejos, fue un buen día, a pesar de la lluvia que inundaba las calles de Madrid o quizás por eso mismo. Uno de ésos en los que te sientes con fuerza como para comerte el mundo, repetir si es necesario y hasta pedir postre. ¿Que por qué? Pues ni idea. Quizás flotara cierta magia en el ambiente, o esos ángeles que se sientan en las azoteas con los pies colgando me tocaran en el hombro con dedos de luz. Es posible también que recuperara algo que creía haber perdido… un sentimiento, o igual lo entendí mal. Últimamente entiendo muchas cosas mal. Que soy yo, ¿eh? No es que la gente se exprese de forma inconexa o que –llamadme loca– la comunicación no verbal (Flora Davis era parada obligada para los que transitamos por la carrera de Periodismo el siglo pasado) de ciertas personas implique una complicidad que al día siguiente ¡voilà! desaparece. No, debo de ser yo, insisto. No pasa nada por ser un poco ‘bipolares’ de vez en cuando, pero, jolín, tenemos que reconocer que es agotador para el receptor del mensaje. Y me viene a la memoria la frase de una ex compañera de trabajo sin pelos en la lengua: “Tienes un carácter que no nos beneficia nada”. Pues eso.
Me estoy enrollando y realmente lo que quería contaros hoy es que no sé si voy a superar mi micro-reto del día: sonreír cuando de lo que tengo ganas es de liarme a dar tortas sin reparar en gastos.
 
En ello estoy, en sonreír, quiero decir… ¡y eso que hoy es viernes y no llueve en Madrid! Confieso que mi primer impulso ha sido lanzarme a Youtube y escuchar las obras completas de Chopin que, además de maravillosas, son ideales para llorar y pensar en cosas muy muy tristes y en ‘bipolares’ muy muy ‘bipolares’ que te confunden sin parar. Pero, ole yo, he resistido la tentación y estoy a full con HitFm que, además de ser mi ‘playlist’ preferida para hacer running, es de los mejores antídotos contra las tendencias ‘asesinas’.
Anda, creo que me va viniendo la sonrisa, pelín forzadilla, eso sí, pero oye, sonrisa al fin y al cabo. ¿Quién sabe? Igual después de un rato me parto de la risa. 
 

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21 días de agosto

25/1/2018

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En agosto de 2016 me propuse un reto: conseguir una rutina mínima en running. Es decir, correr. Siempre quise intentarlo, pero yo misma me ponía los más diversos obstáculos, ejemplos del autoboicoteo al que suelo someterme cada vez que pienso en intentar algo difícil (guiño de ojo, please). Sin embargo, ese verano 2016 fue clave para mí. Sentí una fuerza de la naturaleza llamada rabia, que es la que suele empujarme a empezar nuevas cosas. Bueno, seré sincera, la rabia me funciona fenomenal pero también, cómo no, ayudó la perspectiva de un mes de vacaciones. Digamos que los astros se alinearon formando una flecha acusadora que me apuntaba: “Monti, deja de hacer el vago y ponte a correr. Ahora es el momento”. A la ‘recomendación’ de los astros se unieron algunas variables favorables y evidentes, de ésas que te hacen sentir que no te queda más remedio que empezar de una vez.
Enumero:
1. Primer agosto entero –sí, has leído bien, entero, o sea, entero, 31 días– que pasaba en la playa.
2. Mejor amiga que practica running a diario.
3. Océano Atlántico a mi vera all the time.
4. Circuito de running ya preparado e ideal.
5. Zapatillas nuevas –no diré marca­–.
6. Cargo de conciencia por ingestión de cerveza y tapas a cholón.
7. ‘Imperfectibles’ puestas de sol.
 
Suficiente, ¿no?
 
El caso es que me lancé a este mundo del running con la ilusión y la temeridad del principiante, y decidí que mi mejor momento para este propósito era el atardecer. El primer día creí morir en el minuto dos. El segundo, también. El tercero me propuse aguantar 5 minutos mientras mi amiga, mucho más en forma que yo, iba y venía al trote a lo largo del circuito como para comprobar si me había dado un síncope. Y así fueron pasando los días, y de cinco minutos pasé a 10, 15 y hasta 20. En serio, en mí, eso era la pera.
Sorprendentemente, no sólo conseguí superar el reto de los 21 días, también me di cuenta de que me gustaba.
 
Correr me invitaba a pensar y a no pensar; a imaginar y estar pisando la tierra bajo mis pies; a cruzar la mirada con seres desconocidos que cruzaban la mirada conmigo; a conocer mis carencias y mis capacidades; a dejarme ir hasta el límite del esfuerzo; a esforzarme por alcanzar un nuevo límite; a verme pequeña ante la línea del horizonte; a sentirme grande en mi pequeño ecosistema de supervivencia… A tener una nueva dimensión de mí misma.
 
Cuando llegué a Madrid me costó reubicar los momentos y adaptarme al nuevo contexto, a los horarios de trabajo y las barreras de mi mente. Sin embargo, contra todo pronóstico, seguí practicando running al menos dos veces en semana. Y ahora, hay días en los que el tiempo se convierte en mi aliado, los astros se alinean de nuevo y me dicen: “no pares, sigue”. Casi siempre les hago caso.
Otras veces sólo soy humana.
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    Hola!

    Aquí voy a contar cómo evolucionan algunos de los retos que me autoimpongo cada día, cada semana, cada mes... cada tiempo. 

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