La primera vez que imaginé los mundos ausentes no sentí su presencia como un torrente de sangre y fuego. Eran las fauces de los animales mitológicos las que se adherían a mi piel transparente de aromas y matices inauditos, como si temieran mi huida camino de las galaxias infinitas de colores y texturas musicales. Como un mosquito aplastado por la mano gigante del tiempo, mi cuerpo luchaba por zafarse de los colmillos de asfalto y chicle y empezar a cobrar volumen. ¿Cuándo llegarán las MUSAS del nuevo día con sus carros de combate engalanados de versos y odas? Cada minuto que pasa no pasa sin que lo note el reloj del Olimpo, allá en las crestas de las olas más puras que conforman océanos y mares. Y cada grito es inmenso en mis oídos, mucho más atronador cuanto más temido, y se hace inevitable ese viaje que traspase los márgenes superficiales y me arrastre hasta los confines de profundas simas inexploradas.
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Agosto 2018
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