Hoy es un segundo más tarde que ayer, una décima de tiempo más que, perdido, pide auxilio desde un reino hostil. Hoy quizás pudiera haber sido el día en el que nuestras almas conectaran de forma sincrónica. Hoy, la bóveda celeste sigue siendo un espejismo más que un destino. ¿Ves la curvatura del horizonte desde tu terraza? Hoy nos miramos a los ojos y decidimos seguir mirándonos, un pacto tácito de viento y olas que recogen las aves migratorias para acunarlo en su mundo de aire. Hoy siento el perfume de mi memoria con sólo escuchar tres acordes de esa canción. Se desvanecen las paredes de aliento y bruma nocturna, intangibles pruebas de que existimos de verdad y no en sueños. Hoy quieres que los recuerdos sean evanescentes, pero son tan reales que casi rozan la indecencia. El día huye de la trampa del tiempo, quiere existir para siempre y sabe que es imposible, pero sueña con transformarse alguna vez en década. No corre una ligera brisa y bandadas de gaviotas sobrevuelan las tierras compactadas y blandas de los vertederos urbanos en busca de alguna causa justa. Porque hoy es un día cualquiera, uno más en el que nacen niños y mueren bandidos, surtido de silencios que cantan y de manos que besan, uno más que, especial, serpentea por nuestras rutinas como esperando enero. ¿Verdad?
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¿Cómo puedes subir más alto cuando no tienes nada que escalar? Me gusta cuando una inmensa cascada de nada inunda por completo la ciudad y renueva los pensamientos, los deseos y las ganas de tropezar de nuevo con la misma piedra. ¿Cómo es posible que un número sobreviva sin la existencia del tiempo? Me tranquiliza desconocer la verdadera dimensión de las cosas más importantes de la vida. No hay nada que detenga una ráfaga de sentimientos; es metralla que perfora la piel y los músculos y deja mil heridas enanas que lloran y ríen por igual. Y todos los esfuerzos por esquivarla son inútiles, pues sólo eres inmune al cariño o al odio cuando estás muert@. El primer “hola” surge espontáneo, en un instante pequeño, y se mantiene en estado latente hasta que alguien vuelve a decirlo, entonces se ilumina en su caja de cristal y regala imágenes y silencios personalizados. ¿Cómo podremos marcharnos sin decirnos adiós? Cuando estés preparad@ yo me rendiré sumid@ en esta dulce pasividad incontrolable. ¿Se puede llegar a alguna parte sin un destino? La realidad es la peor enemiga de los sueños, el día oculta las metas que nos marcamos durante la noche, porque la noche está diseñada para decir y sentir cosas que no podrían sobrevivir al alba. Todo cambia, todo muta, todo anuncia un fin que es el principio de muchas otras cosas. Todo está en el presente continuo. Te veo bailar con tu traje de cristales líquidos y la sala se ilumina en intermitencias de espejo. No puedes parar de dar vueltas sobre ti mism@, con los brazos extendidos y los ojos cerrados no existe el no. Te elevas, te rebelas, te agotas, te enfadas, te ríes sin sentido, te caes y sigues en el suelo. Y eres cruel con los que acuden a ayudarte. Y rompes a llorar cuando terminas la copa y suena la canción de tu vida. ¿Qué pasaría si la respuesta correcta no siempre fuera la verdad? Un grupo de niños se entretiene construyendo castillos en la arena, de muchos tamaños, con almenas y muros que pretenden resistir la pleamar de la tarde. Su piel mojada y bronceada brilla bajo los rayos del sol en este último día de playa. Despacio, como observando mis huellas en cada paso que doy, me aproximo a la orilla donde la gran masa de agua salada me observa. Frente a mí, el Atlántico infinito susurra: “Ven, ven y no vuelvas. Ven y quédate conmigo. Ven y deja de esperar. Ven y sueña en plena libertad, prometo llevarte un beso al despertar. Ven porque aquí tus lágrimas se confunden con mi forma de ser y conquistarán costas y caracteres; aquí todo fluye al unísono, hacia la orilla ahora, hacia el horizonte inmediatamente después. A merced de corrientes y mareas, no piensas el destino, sólo sientes el influjo de la Luna… Si te quedas conmigo conseguiré que cientos de anémonas tapicen el fondo marino mientas me surcas hacia el infinito. Si te atreves a reinar en mi reino por siempre, el peso de los años será leve ventisca de arena y yodo, corona hecha de sueños, hijos y buenos deseos. Quédate y sepultaré la semilla del mal en lo profundo de los fondos abisales, más allá de mis límites, más abajo de la fosa de las Marianas, donde la oscuridad no hace ruido ni advierte de su ataque. No habrá roce humano que pueda rasgar tu corazón; no habrá palabras que hieran tus labios; no habrá tormenta que irrumpa en tu sueño”. Como un zumbido de seda, sentí el aliento del mar en las mejillas y, al volver la mirada hacia la arena, los niños saltaban sobre sus castillos de arena en un frenesí destructor. Ya era tarde para mí. Hay amigos que ríen y lloran, y abrazan la vida aun cuando sus brazos se acortan y no consiguen circunvalar su contorno. Hay amigos compuestos de brumas y hechizos, de secretos y alcohol, de asfalto y llanto, de grises y rojos, de risas prohibidas que se autodestruyen en 15 segundos. Los hay que rozan la perfección cuando ni yo misma conozco el significado real de esa palabra; no engañan porque huelen a hierba, mar, pupitre y festival. Son una mezcla explosiva que irrumpe con fuerza en mi vida y la pinta con canciones y puntos de vista caleidoscópicos. En nuestras noches hay perros que vuelan y cartas que expresan un solo pensamiento en mucho más de diez folios. Hay estrofas grabadas con tinta invisible que brillan en los momentos clave, cuando el cosmos nos centrifuga en madrugadas salvajes y termina lanzándonos contra el muro de la realidad. Con palabras que calman la piel y propician el roce exacto, volvemos al estado líquido, transparentes de espacio. El presente no tiene límites, es un siempre, eternamente joven e irrepetiblemente eterno. Emocionalmente enteros aunque heridos, por las fisuras de múltiples cicatrices se escaparon promesas, hadas, elfos, desengaños y algunos gramos de inocencia. Pero nuestros corazones aún marcan el mismo compás, desde hace millones de tardes, desde que nos miramos a los ojos aquel día pequeño de tiempo. Y ya para siempre, nuestra mirada perfora la criptonita de los años y la distancia, porque es como uno de esos misiles pasivos que se guía por el calor del objetivo. Siempre hipermétrope, hace que los rayos luminosos converjan más allá de la retina. Tengo amigos que doman las nubes de tormenta, capturan al sol y lo obligan a lucir las noches en las que el invierno de piedra se hace dueño de mi alma. Tienen poderes sobrenaturales y nadie puede resistirse a escuchar su sinfonía. Una conexión inmortal une nuestras vidas a través de continentes, avenidas y ciudades, y esquiva el ataque constante de orcos y el rumor del olvido. Con ellos todo vuelve a ser hoy mismo, porque su corazón está abierto veinticuatro horas/ siete. Nunca echa el cierre. Hay un silencio analgésico que cura en las noches de agosto, uno que aplasta las pesadillas y enjuga el sudor de los que sufren. Es cuando todo parece menos real de lo que es; el pánico resbala por las paredes de la casa y se filtra, reptando por fisuras y huecos, hasta llegar al fondo de aquello que no vemos. El cielo nos mira y contempla nuestra inmensidad desde la suya, como lo hacen los padres orgullosos de sus hijos. Todo se calma y nada es tan grave en la minúscula expresión del planeta y de golpe nos viene una paz limitada. Descanso.
Hay noches en las que el silencio nos deja imaginar que podremos tener lo que queremos sólo con desearlo. Una doble vida, un cofre de tiempo, un banco de caricias, un domingo de abril, un recuerdo presente, un número indeleble, la fuerza del océano o entender el lenguaje de las plantas… Sólo por esta vez, sólo por una vez, déjanos conseguirlo. Será nuestro secreto. Hay un silencio que no alimenta palabras, que habita entre dos labios y sueña con gritar dentro de un beso, pequeño y poderoso. Soporta sin esfuerzo el vuelo de las águilas y, cuando lo rompen con versos y canciones, despliega en arcoiris palabras y corcheas. Si muere en plena vida, en las bocas pegadas de saliva y de nácar, no le importa. Algunos silencios saben agridulces cuando se hacen eternos, pero se visten de lágrimas fosforescentes para dejarnos ver sus formas invisibles. Entonces todo es luz, todo es tristeza en el reino que habita un corazón que resucita y muere por igual. Las dos mitades se fusionan derramadas y, como seres bipolares, lloramos y reímos sin poder contener los sentimientos. Da lo mismo si se hacen cortos o largos porque, cuando apagan el sol, las noches de agosto nos mecen con silencios que siempre vienen a rescatarnos del ruido de los días que atonta los sentidos y paraliza los músculos. s
Corro porque no llego a tiempo. Corro porque huyo del mundo y de mí misma y de todos. Corro porque a veces no sé hacer otra cosa. Sólo correr y correr sin un destino explícito, sin una meta definida, sin un noble objetivo, sólo un paso tras otro paso, un soplo tras otro. El tiempo corre y quiero adelantarme a su traición. Corro siempre que me esfuerzo en no sentir el peso de la vida en el estómago ni el lazo de seda de un adiós que se enreda en mis piernas. Corro y duelen los pensamientos a cada paso y es lo justo porque son únicos, sólo míos, nacen en las rectas, se retuercen en las curvas y explotan contra los acantilados como el mar cuando se enfada sin razón. Y los dejo libres para que aniden en quienes los entiendan mejor que yo. Corro contra las puestas de sol que, como mejores amigas, me regalan sus últimos minutos en instantáneas imborrables, irrepetibles, perfectamente líquidas de cielo. Corro como puedo y no me pidas más hoy, porque es posible que me cueste encontrar el sentido de las cosas. Corro y aparecen niñas de pestañas rubias de estío con vestidos blancos que patinan y me miran con dulzura, extrañas compañeras que esconden la luna en sus ojos. Como estatuas flexibles, las palmeras se vuelven para avivar mi paso lento y preciso, al borde del camino no hay nadie que sepa lo cansada que estoy. Tan cansada, que hoy puede que haya olvidado vivir como si fuera el último día en la Tierra. Corre más, no pares. Avanza hacia el poniente. Los chicos en sus bicicletas me esquivan entre bromas, en zigzag elegante de camisas al viento y ojos que buscan los míos. Entonces miro hacia el océano y me lleno de agua y sal, arena y noche, viento y luna. Un perfume de felicidad flota entre los amantes que pasean cogidos de la mano e impregna mis sentidos. La espuma de las olas se vuelve gigante y noto que me busca con radares de ondas. Y siento que me elevo. Ya no importa nada. Ya no peso. No pienso. Sólo vuelo. Vuelo sola. Hoy corro porque vuelo. Espero que la sonrisa de la Tierra en el inicio de una nueva era sea tan blanca como la cuerda que unió nuestras mentes al principio. Es extraño contemplar el mundo sin saber si existe de verdad o es sólo un deseo que nace desde el fondo de la infancia.
Viviendo en una bolsa de plástico que vuela y vuela, baila y baila en las calles de una ciudad intermitentemente viva, intermitentemente muerta, impulsada por el viento que hace con ella lo que quiere hasta el aburrimiento. La crueldad infinita. No hay dónde agarrarse, no existe un punto real, un hombro en el que apoyar la cabeza cuando la mente pesa y duele, o un corazón chamán que absorba el daño; sólo chocar y chocar como ingrávida contra el plástico que danza sin control. Flotando sobre cientos de cabezas, no hay nadie a quien mirar a los ojos y preguntar la dirección correcta. Una vuelta más sobre sí misma hasta perder la noción del tiempo que llevamos aquí, sin atmósfera, sin oxígeno, sin presencia real, sin un atisbo de amor entre neuronas y arterias. Un océano sin fin se revuelve a veces contra nosotros como un dios furioso y nos inunda de sal y peces de ojos grandes, pero es imposible que esta marea letal nos enseñe la poesía de la vida. Viviendo en otro cuerpo, a miles de kilómetros de mí misma, me cuesta respirar el mismo oxígeno, y dejo de sentirlo. Viviendo en los límites de la piel de otra, al borde de desaparecer para siempre, no quiero caer en un abismo ajeno y me resisto a escapar. Todos los lugares donde hemos estado… No puede existir un término medio. Viviendo en una bolsa que viaja alrededor de mi mundo, me tumbo en sus contornos, como sin huesos, y observo el juego de las sombras. |
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Diciembre 2018
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