Espero que la sonrisa de la Tierra en el inicio de una nueva era sea tan blanca como la cuerda que unió nuestras mentes al principio. Es extraño contemplar el mundo sin saber si existe de verdad o es sólo un deseo que nace desde el fondo de la infancia.
Viviendo en una bolsa de plástico que vuela y vuela, baila y baila en las calles de una ciudad intermitentemente viva, intermitentemente muerta, impulsada por el viento que hace con ella lo que quiere hasta el aburrimiento. La crueldad infinita. No hay dónde agarrarse, no existe un punto real, un hombro en el que apoyar la cabeza cuando la mente pesa y duele, o un corazón chamán que absorba el daño; sólo chocar y chocar como ingrávida contra el plástico que danza sin control. Flotando sobre cientos de cabezas, no hay nadie a quien mirar a los ojos y preguntar la dirección correcta. Una vuelta más sobre sí misma hasta perder la noción del tiempo que llevamos aquí, sin atmósfera, sin oxígeno, sin presencia real, sin un atisbo de amor entre neuronas y arterias. Un océano sin fin se revuelve a veces contra nosotros como un dios furioso y nos inunda de sal y peces de ojos grandes, pero es imposible que esta marea letal nos enseñe la poesía de la vida. Viviendo en otro cuerpo, a miles de kilómetros de mí misma, me cuesta respirar el mismo oxígeno, y dejo de sentirlo. Viviendo en los límites de la piel de otra, al borde de desaparecer para siempre, no quiero caer en un abismo ajeno y me resisto a escapar. Todos los lugares donde hemos estado… No puede existir un término medio. Viviendo en una bolsa que viaja alrededor de mi mundo, me tumbo en sus contornos, como sin huesos, y observo el juego de las sombras.
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Agosto 2018
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