Locura es abandonarse al cuidado de quien no te ama.
Profundamente loco es el amor cuando las lágrimas saben a infancia. Locura es querer ser cuerdo cuando la Luna estremece los poros de la piel ajena. Y entender el misterioso canto de las ballenas que, cerca del horizonte, esconden sus tristezas tras ojos como abismos. Locura. Locura por saber si alguien sabe que sueñas. El roce que no existe es el engranaje que activa una existencia perpetuamente absurda, porque ya ni siquiera sufre. Locura. Locura es la canción de cuna que adormece a esas dos almas separadas por un sinfín de tantas otras. Enclave de promesas que imaginan las dos y pugnan por latir. Aunque sean un imposible. Aunque al vivirse sean sólo pobre añoranza de lo imaginado. Locura. Una palabra simple que esconde un antídoto en sus sílabas.
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Lanzo mi larga cabellera rubia por la ventana, como si fuera una caña de pescar hacia el océano. Y noto cómo cae, sólida y, al tiempo, sedosa. El sol se mira en ella y devuelve destellos infinitos que iluminan el mundo entero. Recorre un largo trecho hasta que toca el suelo con las puntas pero, persistente, lo consigue. Corro hacia la ventana para comprobar que es firme su voluntad y pienso en deslizarme por ella y ser libre. Pero antes debo cortarla y atarla fuerte a la pata de la cama. Entonces bajaré como si fuera Jane, la de Tarzán. Parece fácil. Lo hago. Ya estoy abajo. Me deslizo a ras del musgo sin necesidad de andar y voy a tal velocidad que los robles centenarios giran sobre sí mismos como si fueran el escenario de un pinball silvestre. A mi paso florecen las cascadas de agua, se humedecen las orquídeas y emergen nuevas flores de colores de luna y estrellas y los nenúfares son satélites danzantes. Y siento que me esperan en algún rincón los adorados años de infancia junto a los seres queridos de todas mis edades. Ya te veo. Ahí estás tú... ¿o soy yo misma? Me cuesta reconocerme desde tan lejos. Me veo muy pequeña y juego con muñecas de vestidos celestes en las tardes de viernes... Quiero dormir y soñar. Quiero soñar y escapar. Quiero escapar y vivir. Quiero vivir y seguir. Quiero amar de verdad y desamar lo que he amado si me enamoro de nuevo. Quiero querer lo que quiera sin prejuicios ni estridencias. Quiero que la palabra LIBERTAD tenga sentido de verdad. Quiero que mis pasos se marquen en la playa de la vida, que no se pierdan enterrados en el fango. Quiero que esto suceda ya, hoy mismo, en este instante. No me rindo aún. Como cada noche, pegaron las manos y la cara al cristal de la ventana. La Luna iluminaba esa imagen que, por segundos, se volvía casi fantasmagórica. Inmóviles, los dos hermanos, hambrientos, escudriñaban las sombras que parecían escurridizas entre los álamos del bosque azul. Nada. El silencio envolvía la casa y, tras el cristal, el silbido del viento nocturno se burlaba de ellos. De repente, un vuelo arrítmico y enfermizo rompió el hechizo y el último pájaro se desplomó a dos metros de la puerta, con un golpe seco. A partir de esa noche tendrían que aprender a sobrevivir. Puedo vivir de noche y dormir todo el día.
Y sonreír aunque no tenga risa; nadie se da cuenta. Puedo hablar sin mi voz si todos me escuchan, cuando dejan de gritar en silencio. Y beber y no mojarme nunca, pero sé que al rato moriría. Puedo abrazar el agua, discrepar de ti, olvidar un recuerdo y ceñirle un cinturón de seda al mundo. Eso me gustaría. Y discurrir en dirección contraria para contemplar el rostro de la gente. Puedo ampliar el círculo y enhebrar nuestras almas sin esfuerzo, pero entonces tú no serías libre. Puedo sentir vergüenza ajena y huir de la función si quiero. Viajar en el tiempo a una ciudad de infancia, puedo hacerlo, de veras. Y jugar a las hadas con amigas perdidas. Es tan fácil como saltar hacia el abismo mientras sientes que vuelas. Cada día puede ser el último, pero yo puedo hacer que sea el primero. En un punto difuso de mi infancia me di cuenta de que Violeta, mi amiga invisible, era invisible. Se volvió complicado jugar con ella y charlar de nuestras cosas sentadas en mi cama, como hacíamos siempre. Era inútil, ya no la veía, tampoco la oía, ella no se reía conmigo ni yo con ella. Yo intentaba disimular mi desconcierto en casa, donde mi familia parecía disfrutar de su presencia como si fueran yo misma. Y es que, aunque al principio les costó aceptarla, llegaron a tomarle mucho cariño. Pensé que había caído enferma, que en el colegio me habían contagiado la neumonía atípica. Sin embargo, no tenía síntomas... Y cuando, con los ojos cerrados, intentaba recordar los hechos acaecidos aquella semana para llegar al porqué de las cosas sólo veía los dedos de Rafa rozando furtivos los míos en la fila del comedor, hasta que nuestras manos se unieron. Era la primera vez que sentiría la dulce punzada de una enfermedad crónica llamada AMOR. Y ya no quería contárselo a Violeta. Puede que sea cierto.
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Agosto 2018
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