Un grupo de niños se entretiene construyendo castillos en la arena, de muchos tamaños, con almenas y muros que pretenden resistir la pleamar de la tarde. Su piel mojada y bronceada brilla bajo los rayos del sol en este último día de playa. Despacio, como observando mis huellas en cada paso que doy, me aproximo a la orilla donde la gran masa de agua salada me observa. Frente a mí, el Atlántico infinito susurra: “Ven, ven y no vuelvas. Ven y quédate conmigo. Ven y deja de esperar. Ven y sueña en plena libertad, prometo llevarte un beso al despertar. Ven porque aquí tus lágrimas se confunden con mi forma de ser y conquistarán costas y caracteres; aquí todo fluye al unísono, hacia la orilla ahora, hacia el horizonte inmediatamente después. A merced de corrientes y mareas, no piensas el destino, sólo sientes el influjo de la Luna… Si te quedas conmigo conseguiré que cientos de anémonas tapicen el fondo marino mientas me surcas hacia el infinito. Si te atreves a reinar en mi reino por siempre, el peso de los años será leve ventisca de arena y yodo, corona hecha de sueños, hijos y buenos deseos. Quédate y sepultaré la semilla del mal en lo profundo de los fondos abisales, más allá de mis límites, más abajo de la fosa de las Marianas, donde la oscuridad no hace ruido ni advierte de su ataque. No habrá roce humano que pueda rasgar tu corazón; no habrá palabras que hieran tus labios; no habrá tormenta que irrumpa en tu sueño”. Como un zumbido de seda, sentí el aliento del mar en las mejillas y, al volver la mirada hacia la arena, los niños saltaban sobre sus castillos de arena en un frenesí destructor. Ya era tarde para mí.
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Agosto 2018
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