Cuatro grandes aves sobrevuelan la bahía en silencio. Despacio, sus alas rasgan el aire sin descanso, una y otra vez y otra y otra… El tiempo se detiene en un trozo de cielo, el mismo que todos miramos desde el reflejo del sol en las aguas en calma.
Cuatro pares de ojos directos al infinito persiguiendo las estelas de otros que ya escucharon la llamada de las tierras vírgenes y cálidas del mundo. Ni nos miran, y si lo hacen sólo es para verificar que se alejan cada vez más del frío roce del asfalto en enero. Pero en su adiós todavía se respira una ráfaga de nostalgia por todos los que se quedan suspendidos en los cables de las emociones. Si alguna vez sintieron el fresco soplo en las copas de los árboles de esta parte del mundo, hoy lo recuerdan y entornan sus ojos con la excusa del viento. Si aquel velero que conquistaron una tarde llega a puerto perseguido por las olas ancianas del Pacífico, no volverán a posarse en sus velas rotas por la aventura. Jirones de náufragos que buscan rehacerse en esta vida se encuentran compartiendo nubes blancas allá arriba, donde ya casi no los distinguimos. Son sólo manchas que se mueven. Cuatro grandes aves rompen a llorar justo al final del horizonte, en la primera toma de sus vidas de plumas, y se sumergen en las aguas heladas para que sus lágrimas se confundan con las de las mareas. Es todo.
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Agosto 2018
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