Como hacen las pardelas cenicientas, algunas personas se sumergen en el océano del mundo más de 15 metros en busca de algo auténticamente vital. Sin importarles la sensación de opresión de la velocidad, el peso del oxígeno en su pecho ni la posibilidad de encontrar una muerte segura, escondida en las esquinas de la felicidad anhelada, bajan y bajan sin aliento, movidas por el hambre de vida que no cesa nunca. Un descenso atribulado, nervioso y obsesivo en ocasiones que les es completamente imprescindible para volver a subir a respirar. Un descenso que se vuelve rutina porque es la llama que aviva el fuego de sus almas enfermas de amor, sedientas de justicia, henchidas de orgullo, radiantes de luz como cometas que juegan a morir en el espacio. Perder, quizás ganar, sufrir o tal vez gozar, nunca rendirse.
Algunos humanos parecen más que humanos en sus corceles alados de ventisca y purpurina. Desesperadas, hambrientas, enloquecidas, las pardelas cenicientas vuelan bajo el agua hasta los grandes bancos de peces para alimentarse. Desesperados, hambrientos, enloquecidos, algunos humanos recorren cada centímetro de sus vidas como si fuera el último, y sus contornos se reflejan en los escaparates de las grandes avenidas como deseos que se esfuman inconcretos, inconclusos, incorrectos, incandescentes. Como intrusos.
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Agosto 2018
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