Algunas horas nos transportan a universos perdidos, justo cuando ese hilo invisible de perfume pasa junto a nosotros sin apenas contacto. Y viajamos en el tiempo montados en minúsculas gotas mientras, con los ojos cerrados, paralizados, revivimos aquel encuentro adolescente, el roce de dos miradas que se buscan en la bisectriz del ángulo perfecto. Nada más. No hay nombres ni palabras. Sólo breve intensidad. Veinticinco segundos inolvidablemente eternos instalados en el requiebro más íntimo de nuestro cerebro nos visitan cada ciertas horas impares.
Otras acarician las teclas del viento con notas de fiesta y nos embebe una armonía de colores y sensaciones huidas que nos hace más fuertes, más capaces de seguir adelante con lo mejor de nuestros sueños. Y al escuchar tan sólo un par de estrofas nos lanzamos a la vida como si antes hubiéramos estado aletargados sobre una piedra lisa bajo el sol de la sabana. Asomados al balcón de la niñez, jugamos con muñecos de espuma y golosinas de fresa y menta y gastamos el tiempo mirando a la gente pasear tranquila. En la tele, los ladrones de cuerpos invaden una Tierra en blanco y negro y nos convierten en extrañas larvas, pero en nuestra mente infantil esa hora todavía estará por llegar. Muy lejos, en la línea del tiempo, las piezas del puzle esperan para formar parte de un todo homogéneo que se convertirá en la sinfonía perfecta. Y será perfecta porque es la nuestra. Hay horas en las que el miedo encarcela al corazón y nos manda a galeras a remar hacia el abismo, como esclavos sin destino. Pero hay otras, a menos cuarto, en las que paseamos tranquilos cantando palabras bajo el esplendor de la galaxia mientras el mundo entero gira, gira, gira…
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Agosto 2018
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