El mundo debería parar al sentir que hay alguien perdido, alguien que gira en sentido inverso al resto. Quizás sería un gesto honesto que se habilitara una señal, una clave secreta, una especie de contraseña o código rojo que indicara alarma por riesgo de exclusión para que, automáticamente, se desactivara la opción vida por un tiempo limitado. Así nadie desperdiciaría instantes, minutos, horas, meses e incluso años de existencia en estado latente. Podría ser simple, como cuando los taxistas paran el contador y deciden sobre la ruta más idónea para llevarnos a nuestro destino. Nuestro destino. Dos palabras liberadoras de toda culpa, de toda responsabilidad, que se suelen decir sin reparar en gastos. ¿Acaso no es reconfortante escuchar la voz del GPS segura de sí misma: “...y a 500 metros, su destino estará a la derecha”? Sensacional. En la vida no funciona así, no hay GPS que nos lleve a nuestro destino ni se para el contador aunque no hagamos más que dar vueltas a rotondas clonadas sin decidir cuál es la salida correcta. Lo he comprobado. Todo sigue. Nada se para. La vida arrasa, no se detiene a darnos tiempo, a pesar de las muertes en los flancos del camino, a pesar de las lágrimas y de las pérdidas del corazón; aunque necesitemos un largo abrazo o soñar despiertos lo que no aparece en los sueños. No hay piedad. ¿A quién pediremos ‘tiempo muerto’ cuando no sepamos hacer otra cosa que recorrer las avenidas sin rumbo porque se ha perdido la señal GPS? La vida no entiende de planes, de treguas o ausencias; llega sin manual de instrucciones y nos pega las manos al volante. Toca vivir. Nos toca vivir.
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Agosto 2018
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