Algunas horas nos transportan a universos perdidos, justo cuando ese hilo invisible de perfume pasa junto a nosotros sin apenas contacto. Y viajamos en el tiempo montados en minúsculas gotas mientras, con los ojos cerrados, paralizados, revivimos aquel encuentro adolescente, el roce de dos miradas que se buscan en la bisectriz del ángulo perfecto. Nada más. No hay nombres ni palabras. Sólo breve intensidad. Veinticinco segundos inolvidablemente eternos instalados en el requiebro más íntimo de nuestro cerebro nos visitan cada ciertas horas impares.
Otras acarician las teclas del viento con notas de fiesta y nos embebe una armonía de colores y sensaciones huidas que nos hace más fuertes, más capaces de seguir adelante con lo mejor de nuestros sueños. Y al escuchar tan sólo un par de estrofas nos lanzamos a la vida como si antes hubiéramos estado aletargados sobre una piedra lisa bajo el sol de la sabana. Asomados al balcón de la niñez, jugamos con muñecos de espuma y golosinas de fresa y menta y gastamos el tiempo mirando a la gente pasear tranquila. En la tele, los ladrones de cuerpos invaden una Tierra en blanco y negro y nos convierten en extrañas larvas, pero en nuestra mente infantil esa hora todavía estará por llegar. Muy lejos, en la línea del tiempo, las piezas del puzle esperan para formar parte de un todo homogéneo que se convertirá en la sinfonía perfecta. Y será perfecta porque es la nuestra. Hay horas en las que el miedo encarcela al corazón y nos manda a galeras a remar hacia el abismo, como esclavos sin destino. Pero hay otras, a menos cuarto, en las que paseamos tranquilos cantando palabras bajo el esplendor de la galaxia mientras el mundo entero gira, gira, gira…
0 Comentarios
Cazábamos murciélagos con sombreros de ala ancha sobre al asfalto asfixiante de la gran ciudad.
Y en la noche larga, indómitas mariposas en potencia lucían orgullosas sus alas invisibles y perfectas. Queríamos la luna, volar, reír y beber hasta alcanzar el nuevo curso de las cosas. Queríamos abrazar las estrellas, la galaxia entera y más allá en un acto reflejo carente de sentido común. Y con sandalias teñidas de polvo de hadas volábamos en sueños con los ojos abiertos hacia la furia, la libertad, la osadía, la inconsciencia. No temíamos morir de gusto. Cazábamos murciélagos estrellando ondas sonoras en las noches de aquel verano indiscutible e inolvidable que nunca volverá. Bajo la sofocante mirada de los párpados vecinos, cuyas palabras planeaban nuestras cabezas locas de atar sin encontrar pista de aterrizaje. Cazábamos murciélagos mutantes con la intensidad de un instante cuando, de repente, nos atravesó de lleno la espada de los años. Y ahora, hay días en los que nos sentimos como pobres partículas de Heisenberg; sabemos dónde estamos o a qué velocidad nos desplazamos, pero nunca ambos datos al mismo tiempo. No pienses más, porque hay días en los que la incertidumbre se vuelve adalid en las batallas más duras de la vida. Quizás sólo haya que lanzar el sombrero al cielo y descubrir qué hemos cazado. Voy a lanzar un grito invasivo de otoño que contenga la luz del verano completo. Para que las tierras canten como nuevas al liberar los versos que sufren en galeras, y empezar por fin a navegar montados en sonetos, en nieblas, en unicornios. Sólo al son de los vientos.
Voy a empezar ya mismo, y no más tarde, a traducir mil lenguas, las que hablan de la vida. Que cuenten un sinfín de cosas que han pasado tan lejos y tan cerca, al lado de las venas de los cuerpos del mundo. Y no lo saben aún, pero se erizan de emoción todas las pieles al saber que no hay bálsamo que cure las heridas del vivir. Voy a bailar bajo el peso de océanos tremendos y a compartir oxígeno contigo mientras nos rozan desafiantes los hijos de Neptuno. Seguiremos el ritmo de las burbujas que escapan de las manos de los niños y suben y suben y, en su ascenso, hacen cosquillas a las mantas raya. Voy a volar de círculo en círculo, de ojo en ojo, de fiesta en fiesta cualquier noche estrellada de este enero. Me envolverán las notas vibrantes de pianos y guitarras eléctricas bajo los focos del teatro más antiguo del mundo. Y nada ni nadie podrá parar la música por mucho que amanezca en las almas de todos los que estemos allí. Una noche cualquiera. Cuando sintamos que el viento da la vuelta, nos roza suavemente y todavía alborota los pensamientos.
Cuando el hilo musical de nuestras más queridas historias sea lo único que haga bailar a nuestras neuronas. Cuando no nos afecte el dolor de los huesos adormecidos por décadas de senderos y cuestas. Cuando miremos de frente sin amedrentarnos por gruñidos y vaticinios. Cuando sepamos que somos –por fin– inmortales como los superhéroes. Cuando nuestra barcaza fluya libre a merced de las corrientes submarinas bajo la mirada curiosa de una pareja de focas. Cuando la fuerza de la vida arrastre odios y vergüenzas, miedos y venganzas y papeles firmados. Cuando el sabor de las largas tardes de verano deje un regusto único en nuestro paladar. Cuando las manos de los seres queridos sostengan las nuestras por siempre en minúsculos actos de amor. Cuando las olas nos tumben altivas, quizás por última vez, y soñemos con abruptos acantilados de novelas de brumas. Cuando el blanco lunar se alce redondo y completo en las costas y nos dedique una sonrisa cómplice. Cuando nuestra experiencia valga su peso en oro. Cuando nadie recuerde ya el olor de aquel perfume encerrado en un frasco vacío. Cuando las palabras sobren y atraigamos la atención de los ojos del otro mundo. Cuando seamos capaces de percibir el embrujo de las horas irrepetibles. Cuando todo lo superfluo deje paso a lo esencial. Cuando el corazón palpite despacio aferrándose a tejidos internos antes ninguneados. Cuando el camino nos parezca flanqueado por flores y estrenemos en cada curva una camisa nueva y radiante de luz. Cuando la ingravidez no sea un objetivo sino una aliada. Entonces, sentados en la hamaca de lona rayada, estaremos preparados para empezar a reconocer la fugacidad irreverente de la vida. La fugacidad irreverente de esta vida. Cada día fabricamos puentes aéreos que comunican pequeñas marismas humanas. Pero, en días extraños, la fuerza de la gravedad nos atrae hacia el centro de la Tierra y nos tienta con la posibilidad de un último vuelo irresistiblemente catártico. De pie, en lo más alto del precipicio, miramos desde el borde con las puntas de los pies rozando los confines del mundo que creemos conocer. La débil línea entre el vacío y nosotros se vuelve entonces mucho más compacta y el cuerpo, en ángulo imposible, mantiene un equilibro insólito sostenido por dos bloques espacio-temporales que intentan seducirle para conseguir su trofeo.
Como el bien y el mal. Como el yin y el yang. Como el agua y el desierto. Como la tundra y la selva. Como los fondos abisales y la espuma de las olas. Como los ojos de los grandes mamíferos marinos y los de las mantis religiosas. Como ser o no ser. Como estornudar con los ojos abiertos. Como amar y herir. Hay días que parecen eternos y otros que pasan tan rápido como el batir de alas de un colibrí enloquecido. Hay días salvajes que nos llevan al límite del tiempo y otros que nos conmueven porque necesitan ayuda para hacernos creer que existen. Hay días inquietantes y atenazadores en las horas vespertinas, en los que una indescriptible constatación del principio y el fin nos invade como un virus. Ya sólo faltan unos segundos para que la noche duerma y nazca un día siguiente, nuevo y cargado de tiempo, que volverá a revolcarnos en su corriente rutina; gracias a ella descubriremos, quizás, que aún no ha llegado la oportunidad de ser nosotros mismos, únicos, especiales, radiantes… O puede que sí. No importa ahora, porque hoy todavía es azul. Un azul en el que podremos imaginar ese inesperado giro del destino que nos descubre nuevos vuelos y otros precipicios en universos colgantes que no conocíamos. Hay días en los que no somos humanos, sino dioses. Ésos son los que nos pertenecen. Los verbos que escaparon de nuestra infancia sobrevuelan los rascacielos de las grandes ciudades durante mucho tiempo. Sin calma, cansados de buscar un párrafo que demuestre que vivieron en nuestros juegos, orbitan los lugares comunes y se acaban posando sobre cualquiera que les ofrezca un texto cargado de emociones. Y se vuelven un eco de tambores de guerra que a todos convoca, pero no llega a nadie. Quizás nadie más que nosotros sabe que esos verbos laten en silencio esperando ser pronunciados para cambiar el curso de la historia. Para llevar a cabo sus acciones de verbos, para protagonizar los versos ocultos en la memoria, para rebatir cuestiones que parecen irrebatibles, para hacernos sentir que todo es impredecible, fantástico, milagroso... como el sol y la lluvia. Impredecible, fantástico y milagroso como nosotros mismos sin control remoto. Hipnotizados por la magia del caleidoscopio en esta noche de espera y colores y formas brillantes, los niños se quedan dormidos bajo un sol nocturno que acuna sus corazones de jardín de infancia. La nuestra es la misma que la de hace siglos, contundente inmensidad casi azul en la que el peso es liviano y relaja los músculos del cuerpo. Y echamos a andar, resueltos, porque hace años que hicimos planes con verbos y versos y aromas de furia y roces de pétalos que buscan a sus dueños en cualquier universo. Si no fuera por esa esperanza que se empeña en sobrevivir, no sé lo que haría. Si no fuera porque sé que infinitas palabras se funden en océanos de voces que me buscan, no sé lo que haría. Si no fuera porque acróbatas sin miedo vuelven a cruzar las líneas fronterizas que prohiben anhelos, no sé lo que haría. Hay verbos que viajan en el tiempo y completan subordinadas tan complejas como los sueños del otoño. Hay verbos que palpitan clandestinos en nuestras almas y sufren la anemia crónica de quienes son silenciados por sistema. Hay verbos tan bonitos como el baile vertical de los delfines en el gran azul. Hay verbos que provocan nostalgia y nos paralizan la mirada perdida por encima de las ráfagas de viento. Algunos simplemente buscan otras vidas que alimenten sus egos. Y otros mueren de tiempo cuando el piano calla. Hay un regalo especial para cada uno de nosotros. Es algo mágico que moldea el corazón de los más valientes guerreros de la vida. Puede ser poesía o prosa, viento o calma chicha, agua o desierto, luz u oscuridad, hogar o destierro. Somos los herederos de poco más que un cúmulo de continuas decisiones, de nada en particular y de todo en general. Asustados, imaginamos el final del camino, pero no nos damos cuenta de que lo que vemos puede ser, quizás, un principio. Un camino que siempre se encuentra en el punto álgido, ni muy lejos ni muy cerca de nada en particular y a cinco minutos de todo en general. Un camino que nos reta cada luna llena y mantiene altivas las constantes vitales del mundo. La prueba de que somos valientes o locos o cuerdos o muertos vivientes o todo al mismo tiempo. Ese regalo es para todos los superhérores del planeta Tierra y sólo encontrarlo implica una gran responsabilidad; la de vivir. ¿Y vivir es elegir? ¿Sólo hacia una dirección? La vida es el mejor cuento interactivo del mundo. Pero no me conformo. Y quisiera saltar al precipicio y también sentirme a salvo. Crecer y crecer sin restar tiempo a mis días. Vivir con la intensidad de los 15 años cumplidos justo cuando esté en la recta final de la penúltima década. Alojar una clara esperanza en las horas desesperadamente oscuras. Sentir la excitación del pánico en el sopor de una tarde de verano. Bañarme sin que el agua roce mis sentidos. Secar mis lágrimas con cubitos de hielo en polvo. Desear que mi voz se escuche sin pronunciar palabras. Enumerar las gotas de lluvia que crean océanos en los pétalos de las peonías. Quisiera una cosa pero tambièn la otra. Quisiera la noche... pero por qué sólo la noche. Quisiera un instante único que sea siempre el mismo. Quisera ver al sol y la luna besarse. Quisiera avanzar hacia atrás en el tiempo y rodar hasta el cielo en forma de pelusa. Quisiera ser neurona con nombre de mujer o un lunar que decide pasar inadvertido. Heredar tu sonrisa sin firma ante notario. Retroceder mil años hasta encontrar motivos para dejar de alimentar pasiones. Y jugar con vosotros en un bucle de tiempo. Alcanzar el nirvana montada en una noria, y quedarme mirando los sueños más bonitos. Y despertar soñando que sueño que despierto. ¿Quisiera entonces imposibles? Caminaba a ciegas por las tinieblas de aquel otoño interminable. Mi mundo era el tuyo, pero el tuyo empezaba a ser otro, más caótico, aterrador, en el que el dios de los dientes blancos de polvo celebraba cada nueva caída.
Perdida como una niña pequeña en los grandes almacenes, soñaba canciones llenas de luz y anhelaba compartir el refugio de los amantes clandestinos envuelta en llamas de rabia camino del colegio. La normalidad era una excepción y el obelisco de las dudas se alzaba cada día más inmenso, más amenazador y poderoso mientras la palabra confianza desaparecía engullida por su brillo. Es duro no volver a creer en cuentos cuando todavía te sientes princesa, sapo, príncipe, Merlín.... Supimos muy pronto que la vida es implacablemente injusta e indiscutiblemente repentina, pero única e irrepetible al fin. Ahora te miro de reojo porque ya no creo nada de lo que me cuentas; dicen que estás enfermo, que ya no eres tú mismo. Sé que podrías vender hasta tu alma por una fuga más, la última, me dices, y después expiación. Todo da igual. Deja que me transporte a esas tardes de infancia en las que subías las escaleras con la sonrisa puesta. Deja que huya contigo antes de que sea tarde y me niegues tres veces para conseguir tu objetivo. Déjame rescatarte de esa sordidez impropia de tus orígenes, tan puros como los míos. Vuelve a ser tú. Quieres abrir los ojos, cerrar los sentidos y tapar las marcas de la batalla con mangas largas, pero eres muy débil, tanto, que lloras y mientes, y mientes y lloras. Y no te creo. Estamos ya muy lejos de las sobremesas en familia; a millas de distancia de las historias de cines de verano; a años luz de compartir canciones y lecturas. ¿Quién eres ahora? Tras los muros amarillos de nuestro hogar habítaban la emoción de la noche de Reyes; el misterio de los cajones secretos con tesoros valiosos; la pulcritud de las vajillas de domingo y misa de 12; el perfume de abril de las flores en el patio y la sal de las lágrimas de risa. ¿Quién soy ahora? Una roca que ya no siente la erosión de mar. La mano que no existe en tu universo, El abrazo perdido de unos años que sobrevuela la ciudad encantada. El recuerdo que vuelve cada tiempo y se instala en el alma un fin de fiesta. La culpa, quizás la culpa. La rabia, siempre la rabia. Un corazón en invierno. El olvido. Veo aviones que planean sobre la arena, sus sombras dibujan surcos que bailan al ritmo del viento de agosto y unen con hilos de seda las manos inocentes. Los niños no temen al tiempo, se burlan de él cada día al caer la tarde. Veo una adivinanza escondida en la otra cara de la Luna de ayer, ésa que vimos todos los que abrimos los ojos tras la puesta de sol. Veo hadas que beben cerveza en entretenidas charlas de hadas que beben cerveza. Pero no dejes que siga hablando si crees que siempre digo lo mismo, un día tras otro. Párame si he perdido la razón y mi voz sufre la estupidez del mundo. Veo el salto despreocupado de bancos de peces luna en el gran acuario de nuestra isla salada. Veo grupos de chicos con grandes sonrisas, se acercan unos a otros, hombro con hombro, cinturas ceñidas por las caricias de una amistad que empieza y se instalará en sus corazones como un tatuaje. Y veo un amor que se vuelve septiembre. Veo atletas que coronan tres dunas tras una ráfaga de viento racheado, con colores de brisa y mar; no existe nada más que rasgar el cielo con sus manos de superhéroes. Veo un llanto de barro rubio que busca a mamá entre vendedores de toallas, castillos de cuentos y conchas rotas. Pero si crees que debería mirar hacia orto lado, avísame con tiempo para cambiar mis lentes. Veo DJs que dormitan sus noches bajo el sol crujiente del mediodía. Veo que se acercan las olas y bañan atrevidas la manicura de las chicas con bikiquis color rosa. Veo gafas de sol que esconden miradas muy tímidas con cuerpos detrás. Veo, veo... Y ya no se si estábamos equivocados al pensar que merecemos todo lo bueno que creemos merecer pero, por pavor, por una vez, déjame tener lo que quiero. De repente remonto un vuelo simple con una nueva forma. Soy una mínima expresión que no pesa nada. Impulsada por el viento, soy arena de otra playa, estoy a merced de las corrientes submarinas del golfo y no me importa. No sé adónde voy ni hasta cuándo disfrutaré de esta reencarnación inesperada. Pero si alguna vez notas mi presencia, déjame descansar en tu hombro durante medio rato y anímame a seguir mi camino.
Sobre las grandes olas, el barco es un juguete indefenso a merced de los caprichos de las mareas. Nos convierte en esclavos del viento de Poniente que instiga un pensamiento oculto, nuevo, especialmente humano, inicialmente desesperado. Gritamos socorro porque somos valientes. Notamos su bóveda sobre nuestro protagonismo prepotente de infinita juventud, absurdo sentimiento que se desvanece ante su superioridad. La inmensidad nos cubre, nos acoge, nos abraza y nos devuelve al lugar al que pertenecen los deseos de grandeza. Todavía recuerdo los increíbles mundos de tierra firme y, si miro a popa, me veo descalza sobre bancos de arena virgen. No me culpes si yo no te culpo; cada día somos más viejos y ya no podemos contener todo esto que pasa. Pero no, aguarda unos siglos. Todavía me gusta mirar cómo juegan las sombras, unas con otras, en una rutina inquietante y al mismo tiempo hipnotizadora. Todavía espero que el pasado valga su peso en oro y reconforte un sinfín de desazones presentes. Todavía estás en el portal de mi casa vestido de domingo. Todavía es pronto para abandonar el juego. Todavía sueño con resolver la raíz cuadrada en esa ecuación de vida que somos todos. Todavía somos perfectos en una cuarta dimensión que pocos conocen. Todavía creo que el amor es más fuerte que el orgullo. Todavía quiero escuchar esa misma canción una y mil veces. Todavía siento que cuanto más bailo más quiero bailar bajo las luces de neón de las ciudades amadas. Todavía es la ilusión la que mueve mis engranajes. Todavia me gusta que el tiempo se pierda. Todavía estoy limpia de odio, llena de historias, cargada de flores, habitada por hadas. Solíamos abrazar a las almas perdidas de nuestra inocencia cuando los veranos eran largos como lustros, pero no podemos volver atrás; no llores, porque nunca dejaré que te hundas, pero no podemos volver atrás. Los ojos de las ballenas nunca se secan, son líquidos y omniconscientes. No engañan. Hoy me han encontrado en la cubierta. Me han mirado desde su reino de aguas oscuras y he comprendido que no hay edades en el negro de todas las pupilas. Sólo vida. |
Hola!Si os gusta leer y no tenéis tiempo, éste es un rincón fantástico para lecturas rápidas. A mí me encanta escribir, así que, ¡genial! Archivos
Agosto 2018
Categorías |