Un grupo de niños se entretiene construyendo castillos en la arena, de muchos tamaños, con almenas y muros que pretenden resistir la pleamar de la tarde. Su piel mojada y bronceada brilla bajo los rayos del sol en este último día de playa. Despacio, como observando mis huellas en cada paso que doy, me aproximo a la orilla donde la gran masa de agua salada me observa. Frente a mí, el Atlántico infinito susurra: “Ven, ven y no vuelvas. Ven y quédate conmigo. Ven y deja de esperar. Ven y sueña en plena libertad, prometo llevarte un beso al despertar. Ven porque aquí tus lágrimas se confunden con mi forma de ser y conquistarán costas y caracteres; aquí todo fluye al unísono, hacia la orilla ahora, hacia el horizonte inmediatamente después. A merced de corrientes y mareas, no piensas el destino, sólo sientes el influjo de la Luna… Si te quedas conmigo conseguiré que cientos de anémonas tapicen el fondo marino mientas me surcas hacia el infinito. Si te atreves a reinar en mi reino por siempre, el peso de los años será leve ventisca de arena y yodo, corona hecha de sueños, hijos y buenos deseos. Quédate y sepultaré la semilla del mal en lo profundo de los fondos abisales, más allá de mis límites, más abajo de la fosa de las Marianas, donde la oscuridad no hace ruido ni advierte de su ataque. No habrá roce humano que pueda rasgar tu corazón; no habrá palabras que hieran tus labios; no habrá tormenta que irrumpa en tu sueño”. Como un zumbido de seda, sentí el aliento del mar en las mejillas y, al volver la mirada hacia la arena, los niños saltaban sobre sus castillos de arena en un frenesí destructor. Ya era tarde para mí.
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Hay amigos que ríen y lloran, y abrazan la vida aun cuando sus brazos se acortan y no consiguen circunvalar su contorno. Hay amigos compuestos de brumas y hechizos, de secretos y alcohol, de asfalto y llanto, de grises y rojos, de risas prohibidas que se autodestruyen en 15 segundos. Los hay que rozan la perfección cuando ni yo misma conozco el significado real de esa palabra; no engañan porque huelen a hierba, mar, pupitre y festival. Son una mezcla explosiva que irrumpe con fuerza en mi vida y la pinta con canciones y puntos de vista caleidoscópicos. En nuestras noches hay perros que vuelan y cartas que expresan un solo pensamiento en mucho más de diez folios. Hay estrofas grabadas con tinta invisible que brillan en los momentos clave, cuando el cosmos nos centrifuga en madrugadas salvajes y termina lanzándonos contra el muro de la realidad. Con palabras que calman la piel y propician el roce exacto, volvemos al estado líquido, transparentes de espacio. El presente no tiene límites, es un siempre, eternamente joven e irrepetiblemente eterno. Emocionalmente enteros aunque heridos, por las fisuras de múltiples cicatrices se escaparon promesas, hadas, elfos, desengaños y algunos gramos de inocencia. Pero nuestros corazones aún marcan el mismo compás, desde hace millones de tardes, desde que nos miramos a los ojos aquel día pequeño de tiempo. Y ya para siempre, nuestra mirada perfora la criptonita de los años y la distancia, porque es como uno de esos misiles pasivos que se guía por el calor del objetivo. Siempre hipermétrope, hace que los rayos luminosos converjan más allá de la retina. Tengo amigos que doman las nubes de tormenta, capturan al sol y lo obligan a lucir las noches en las que el invierno de piedra se hace dueño de mi alma. Tienen poderes sobrenaturales y nadie puede resistirse a escuchar su sinfonía. Una conexión inmortal une nuestras vidas a través de continentes, avenidas y ciudades, y esquiva el ataque constante de orcos y el rumor del olvido. Con ellos todo vuelve a ser hoy mismo, porque su corazón está abierto veinticuatro horas/ siete. Nunca echa el cierre. Hay un silencio analgésico que cura en las noches de agosto, uno que aplasta las pesadillas y enjuga el sudor de los que sufren. Es cuando todo parece menos real de lo que es; el pánico resbala por las paredes de la casa y se filtra, reptando por fisuras y huecos, hasta llegar al fondo de aquello que no vemos. El cielo nos mira y contempla nuestra inmensidad desde la suya, como lo hacen los padres orgullosos de sus hijos. Todo se calma y nada es tan grave en la minúscula expresión del planeta y de golpe nos viene una paz limitada. Descanso.
Hay noches en las que el silencio nos deja imaginar que podremos tener lo que queremos sólo con desearlo. Una doble vida, un cofre de tiempo, un banco de caricias, un domingo de abril, un recuerdo presente, un número indeleble, la fuerza del océano o entender el lenguaje de las plantas… Sólo por esta vez, sólo por una vez, déjanos conseguirlo. Será nuestro secreto. Hay un silencio que no alimenta palabras, que habita entre dos labios y sueña con gritar dentro de un beso, pequeño y poderoso. Soporta sin esfuerzo el vuelo de las águilas y, cuando lo rompen con versos y canciones, despliega en arcoiris palabras y corcheas. Si muere en plena vida, en las bocas pegadas de saliva y de nácar, no le importa. Algunos silencios saben agridulces cuando se hacen eternos, pero se visten de lágrimas fosforescentes para dejarnos ver sus formas invisibles. Entonces todo es luz, todo es tristeza en el reino que habita un corazón que resucita y muere por igual. Las dos mitades se fusionan derramadas y, como seres bipolares, lloramos y reímos sin poder contener los sentimientos. Da lo mismo si se hacen cortos o largos porque, cuando apagan el sol, las noches de agosto nos mecen con silencios que siempre vienen a rescatarnos del ruido de los días que atonta los sentidos y paraliza los músculos. s
Corro porque no llego a tiempo. Corro porque huyo del mundo y de mí misma y de todos. Corro porque a veces no sé hacer otra cosa. Sólo correr y correr sin un destino explícito, sin una meta definida, sin un noble objetivo, sólo un paso tras otro paso, un soplo tras otro. El tiempo corre y quiero adelantarme a su traición. Corro siempre que me esfuerzo en no sentir el peso de la vida en el estómago ni el lazo de seda de un adiós que se enreda en mis piernas. Corro y duelen los pensamientos a cada paso y es lo justo porque son únicos, sólo míos, nacen en las rectas, se retuercen en las curvas y explotan contra los acantilados como el mar cuando se enfada sin razón. Y los dejo libres para que aniden en quienes los entiendan mejor que yo. Corro contra las puestas de sol que, como mejores amigas, me regalan sus últimos minutos en instantáneas imborrables, irrepetibles, perfectamente líquidas de cielo. Corro como puedo y no me pidas más hoy, porque es posible que me cueste encontrar el sentido de las cosas. Corro y aparecen niñas de pestañas rubias de estío con vestidos blancos que patinan y me miran con dulzura, extrañas compañeras que esconden la luna en sus ojos. Como estatuas flexibles, las palmeras se vuelven para avivar mi paso lento y preciso, al borde del camino no hay nadie que sepa lo cansada que estoy. Tan cansada, que hoy puede que haya olvidado vivir como si fuera el último día en la Tierra. Corre más, no pares. Avanza hacia el poniente. Los chicos en sus bicicletas me esquivan entre bromas, en zigzag elegante de camisas al viento y ojos que buscan los míos. Entonces miro hacia el océano y me lleno de agua y sal, arena y noche, viento y luna. Un perfume de felicidad flota entre los amantes que pasean cogidos de la mano e impregna mis sentidos. La espuma de las olas se vuelve gigante y noto que me busca con radares de ondas. Y siento que me elevo. Ya no importa nada. Ya no peso. No pienso. Sólo vuelo. Vuelo sola. Hoy corro porque vuelo. Espero que la sonrisa de la Tierra en el inicio de una nueva era sea tan blanca como la cuerda que unió nuestras mentes al principio. Es extraño contemplar el mundo sin saber si existe de verdad o es sólo un deseo que nace desde el fondo de la infancia.
Viviendo en una bolsa de plástico que vuela y vuela, baila y baila en las calles de una ciudad intermitentemente viva, intermitentemente muerta, impulsada por el viento que hace con ella lo que quiere hasta el aburrimiento. La crueldad infinita. No hay dónde agarrarse, no existe un punto real, un hombro en el que apoyar la cabeza cuando la mente pesa y duele, o un corazón chamán que absorba el daño; sólo chocar y chocar como ingrávida contra el plástico que danza sin control. Flotando sobre cientos de cabezas, no hay nadie a quien mirar a los ojos y preguntar la dirección correcta. Una vuelta más sobre sí misma hasta perder la noción del tiempo que llevamos aquí, sin atmósfera, sin oxígeno, sin presencia real, sin un atisbo de amor entre neuronas y arterias. Un océano sin fin se revuelve a veces contra nosotros como un dios furioso y nos inunda de sal y peces de ojos grandes, pero es imposible que esta marea letal nos enseñe la poesía de la vida. Viviendo en otro cuerpo, a miles de kilómetros de mí misma, me cuesta respirar el mismo oxígeno, y dejo de sentirlo. Viviendo en los límites de la piel de otra, al borde de desaparecer para siempre, no quiero caer en un abismo ajeno y me resisto a escapar. Todos los lugares donde hemos estado… No puede existir un término medio. Viviendo en una bolsa que viaja alrededor de mi mundo, me tumbo en sus contornos, como sin huesos, y observo el juego de las sombras. Sobre todo no te mientas, porque una lágrima es siempre húmeda y salada, aunque sea nómada. Sobre todo eres el cielo, azul y negro de tormentas eléctricas que asustan a los niños. Ante todo yo soy parte de esta escena muda de viento y sorda de sombras. Ante todo no consiento que me ignoren. Las manos, la luz, las calles que queman, las noches de fiesta, las tardes de abismo... Son mías, son nuestras, son únicas, imborrables conjugaciones del verbo existir. Sal y entra Salta y llora Baila y bebe Ama y sufre Hiere y ríe Nada y todo Grita, escapa, corre. Siempre más, más y más Vivimos en el agua mientras el resto del mundo está seco. Una copa en cada mano. De espaldas a la orilla el viento sopla oscuro y nos empuja hacia el reino de ballenas, allí donde la noche empieza a ser profunda y salvaje. Los extremos se tocan. No era imposible... sólo improbable. No hay tiempo que resista nuestra presencia. No hay tiempo que pueda contener esto. (Imagen: Anne Meuter) Detengo mi mirada en el efecto del viento sobre los toldos naranjas de los complejos residenciales. Un baile silencioso que ondea en mitad de la ciudad sin necesidad de ser reconocido. Anónimas coreografías urbanas que escriben un poema a diario, aunque a nadie le importe, a pesar de que a nadie le interesa leerlo. Los veo ondear con un ritmo pausado, como si supieran que la vida es la que manda, no hay que correr, sólo caminar junto al viento y juguetear con su brisa o cabalgar sus ráfagas salvajes y repentinas. Algunos, rasgados por inviernos furiosos, sonríen como ancianos desdentados y felices, y muestran sus heridas al sol de la mañana, orgullosos de poder seguir bailando el viento hasta el final. A veces soy una estatua que sólo mueve los ojos, de arriba a abajo, de izquierda a derecha. Atrapada y paralizada por un peso invisible que no da tregua. Una estatua en mitad de un mundo que no frena, que gira y gira, no recapacita, no se fija, no escucha, no lee la poesía que transciende los libros e impregna las tardes de finales de julio. Una estatua sin nombre en cuya peana se acuestan los amantes clandestinos. Una estatua invadida de pájaros hambrientos que percibe el olor a miedo tras las líneas enemigas. A veces sólo las estatuas olvidadas en mitad del parque son capaces de sentir la imperiosa necesidad de latir con los versos escondidos tras terrazas anónimas. Pero otras veces todo lo bello en la vida pasa inadvertido, como el baile de los toldos en la ciudad de fuego. Como el beso que traiciona a la razón. Según la RAE, Humanidad se refiere a género humano, a conjunto de personas. También es fragilidad o flaqueza propia del ser humano; sensibilidad, compasión de las desgracias de otras personas; benignidad, mansedumbre, afabilidad; conjunto de disciplinas que giran en torno al ser humano, como la literatura, la filosofía, la historia…
Somos todo eso y más. Y todo lo que somos ya es mucho. Encontrar el maridaje perfecto entre estos ingredientes es lo que algunos perseguimos toda la vida. Bien, desisto. Asumo mi reflejo en el espejo como imperfecto, me disculpo ante todos los afectados por el virus de la Humanidad completa, y sobre todo me disculpo ante mí. Me esforzaré por desplegar al máximo mis alas rasgando algunos músculos olvidados, aunque duela. Mis alas como soplos de plumas suaves puede que a veces se rebocen en el fango como en busca del centro de la Tierra, o como una cierta manera de asumir que lo más bello a veces sobrevive bajo pesadas capas de incompetencia y miedo. O puede que no sea eso. Puede que sólo se revuelquen como formando un sucio torbellino de arte abstracto. Todo subsiste y vacila como los filamentos de las viejas bombillas, en un equilibrio tan frágil como un corazón de cristal en un ser humano enfermo. Blanco y negro en la paleta de la vida, y gris y verde y rojo y ámbar en un óleo cargado de músculos, huesos, neuronas, piel, órganos, risas y lágrimas. El tiempo es el rey en este nuevo Imperio. El tiempo aliado; el tiempo enemigo; el tiempo que duele; el tiempo que nos hace vibrar; el tiempo como medida de las emociones que nos dan forma; el tiempo como espacio entre tú y yo; el tiempo alucinante que se gasta, invisible… El tiempo indispensable para la cura, para el reencuentro, para el olvido, para el coraje de vivir, para el de sentir, para el de mirarse dentro y descubrir nuestra tremenda, preciosa y temida Humanidad. Todo da vueltas a un ritmo vertiginoso. Es difícil saber si somos nosotros los que estamos quietos mientras el mundo se mueve o es el mundo el que está paralizado y somos nosotros los que nos movemos. Así debe de ser la felicidad. Una blanca invasión de sentimientos perfectos que conquistan la cima de los sueños mientras dormimos.
Y aparecen extraños seres que nos hablan de otros horizontes lejanos en los que las palabras pueblan los pensamientos más puros. En el universo real eres real y en el imaginado apareces lleno de colores y sonrisas. Un día vienen a vernos amigos olvidados en las maletas para contarnos que siguieron su camino sin nosotros, y nosotros sin ellos seguimos un rastro de amor y odio que nos muerde cuando lo alcanzamos. Mientras dormimos puede que soñemos imposibles. Mientras soñemos es posible que sigamos vivos. Mientras vivimos, a veces sólo necesitamos saber que la duración de un día depende de la intensidad de nuestros sueños. Soñamos que somos, pero sólo estamos. Estamos solos. Y aún así, casi sin querer, provocamos reacciones químicas a nuestro alrededor. Nuestra palabra es de larga distancia, a prueba de interrupciones, a salvo de las miopías sociales que boicotean las revoluciones. Un grito al unísono que irradia los bosques de cánticos nuevos y altos, en todos los idiomas del mundo para que el mundo sepa lo que se trae entre manos. Un timbre agudo que aletea entre niños y se vuelve nana cuando las brujas duermen disfrazadas de sombras. Y el sentido se pierde y se pierden los ecos, y en la Tierra la voz que llega a las altas torres de piedra y plata se convierte en el fénix del nuevo mañana. En la mañana esbelta silban los rayos del Sol de las edades mientras traspasan hordas de groseros e infames que no sangran ni mueren, sólo están.
Soñando que somos, algunas noches son tan reales que la garganta duele de tanto gritar basta. Y al menos una nota llega a su destino resquebrajando las pieles de los más aguerridos. Entonces nuestra voz nos hace ser. |
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Agosto 2018
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