Razones para volar hacia la inmensa felicidad de un corto abrazo bajo las ramas de los rascacielos, las mismas que hacen cosquillas a las nubes.
Acordes que nos contagien la locura de los que sienten los hilos invisibles de la música como el pan nuestro de cada día. Dedos que rocen la seda de los días blancos llenos de ternura, arena de otros tiempos y milímetros de piel que sueñan con kilómetros. Miradas láser que atraviesen mentiras y desafían conductas desde el otro extremo de ese ‘yo’ que es inquebrantable, líder. Planetas para tener la oportunidad de convertirnos en satélites si queremos, y girar y girar alrededor de mundos sin motivo. Sellos para enviar las cartas inconclusas que se marchitan en el cajón de los viejos y herméticos corazones de acero. Lágrimas que escapen de los ojos y empapen instantes, y calmen la sed de mar de los meses helados.
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Como hacen las pardelas cenicientas, algunas personas se sumergen en el océano del mundo más de 15 metros en busca de algo auténticamente vital. Sin importarles la sensación de opresión de la velocidad, el peso del oxígeno en su pecho ni la posibilidad de encontrar una muerte segura, escondida en las esquinas de la felicidad anhelada, bajan y bajan sin aliento, movidas por el hambre de vida que no cesa nunca. Un descenso atribulado, nervioso y obsesivo en ocasiones que les es completamente imprescindible para volver a subir a respirar. Un descenso que se vuelve rutina porque es la llama que aviva el fuego de sus almas enfermas de amor, sedientas de justicia, henchidas de orgullo, radiantes de luz como cometas que juegan a morir en el espacio. Perder, quizás ganar, sufrir o tal vez gozar, nunca rendirse.
Algunos humanos parecen más que humanos en sus corceles alados de ventisca y purpurina. Desesperadas, hambrientas, enloquecidas, las pardelas cenicientas vuelan bajo el agua hasta los grandes bancos de peces para alimentarse. Desesperados, hambrientos, enloquecidos, algunos humanos recorren cada centímetro de sus vidas como si fuera el último, y sus contornos se reflejan en los escaparates de las grandes avenidas como deseos que se esfuman inconcretos, inconclusos, incorrectos, incandescentes. Como intrusos. Las orcas rozan mi cuerpo mientras, inconsciente, como ebria del sopor que producen ciertos fármacos, me dejo llevar por los remolinos artificiales. Acaricio sus cuerpos brillantes, helados, perfectos, y no siento miedo. A lo lejos, si levanto la vista y floto por un instante, vislumbro alguna orilla que reluce de orgullo, pero no me seduce el brillo de su arena…
Hoy, quizás sólo sea un sueño, elijo oscilar en alta mar como una muñeca abandonada con la que juegan los grupos de mamíferos marinos. Hoy, quizás sólo sea un sueño, abrazo el peligro como si fuera mi amigo y soporto los envites de las olas y los verbos en pasado. Porque hoy, quizás sólo sea un sueño, nadie se atreve a hablarme en presente. ¿Por qué hoy nadie se atreve a hablarme en presente? Es raro el sabor de la sangre mezclada con la sal. Voy bajando, los ojos abiertos y fríos, el cabello largo ondula hacia arriba como buscando el último rayo de Luna, las piernas inmóviles… Alzo la vista por última vez hasta el principio, un diminuto punto de luz celestial roza la superficie del mar. Hoy me transformo en un ser de otro mundo… pero quizás todo sea un sueño. La primera vez que imaginé los mundos ausentes no sentí su presencia como un torrente de sangre y fuego. Eran las fauces de los animales mitológicos las que se adherían a mi piel transparente de aromas y matices inauditos, como si temieran mi huida camino de las galaxias infinitas de colores y texturas musicales. Como un mosquito aplastado por la mano gigante del tiempo, mi cuerpo luchaba por zafarse de los colmillos de asfalto y chicle y empezar a cobrar volumen. ¿Cuándo llegarán las MUSAS del nuevo día con sus carros de combate engalanados de versos y odas? Cada minuto que pasa no pasa sin que lo note el reloj del Olimpo, allá en las crestas de las olas más puras que conforman océanos y mares. Y cada grito es inmenso en mis oídos, mucho más atronador cuanto más temido, y se hace inevitable ese viaje que traspase los márgenes superficiales y me arrastre hasta los confines de profundas simas inexploradas.
Puedo imaginar mundos fantásticos de neón y chicle con los ojos abiertos las mañanas de lluvia que no cesan.
Salgo ganando cada vez que me sumerjo en el océano helado de sabores de música y silencio. Oigo el murmullo del flujo de la sangre por mis venas, pausado y dulcemente constante, los días que cuelgan sus ruidos afuera. Paseo de puntillas por un mar de dudas y salgo al trote montada en un caballo blanco de secreto futuro. Doy mil golpes de efecto retardado cuando los ojos sufren y los afectos ensordecen a un tiempo. Me vacío ante la idea de perder el tiempo sin gastarlo. Enarco una ceja cuando quiero mostrar asombro por las cosas que son inauditas. Lloro sin motivo para que las lágrimas no caduquen y siempre broten nuevas y límpidas desde lo más íntimo del alma. Sé esas pocas cosas que me cuento en secreto, en voz baja, a ras de Luna y polvo de Orión, cuando mi nave parte y rasga la galaxia. Espero todavía y siempre una respuesta, un gesto, el roce sutil y tibio de tiempo de aquellos que se fueron. Siento miedo al pensar en mí misma como alguien que pudiera herir con la voz y las palabras. Soy un revoltijo de células y nervios, de flores y piedras, de tijeras y plastilina, de letras y música, de bienvenidas y despedidas, de mañanas y noches… Soy yo y todos los que rozaron mi corazón en todos los sentidos. Quizás no somos nadie para opinar sobre el universo que explota en millones de fragmentos de cristal de arcoíris.
Descubrimos que el alma consigue alzar su voz como los sonidos sinuosos de viento de clarines, sin pedir permiso. Desarmados, flotamos por el espacio en busca de algo, algo auténticamente humano y sencillo que nos devuelva palabras queridas, como lámparas de papel iridiscente. Nada bajo la base de la personalidad, nada sobre la cima del pensamiento, todo el interior repleto de canciones de gramófono que, inconexas, difunden su sonido metálico y antiguo hasta más allá de los límites del sol. Desaparecen la pena y la sombra y se escucha a lo lejos el eco de las voces que amamos montado en un unicornio blanco de luna. Siempre es de noche en el anillo donde habitan las hadas, donde los sueños duermen los cuentos de nuestro futuro. Quizás hoy sea un día lluvioso y líquido de tiempo y memoria en el que extrañas formas de vida emergen de los vasos medio vacíos. Quizás hoy las fronteras humanas se vuelvan polvo estelar y nos permitan atravesarlas a cámara lenta, como sumergiéndonos en mercurio. Quizás las notas dispersas de otras vidas enciendan velas que se eleven hasta los agujeros negros de los olvidados. Quizás nuestro nebuloso viaje encuentre hogares tecnicolores que tiñan la cúspide de la Tierra desde más de mil años luz de distancia. Y saludemos amables entre lágrimas artificiales. Cuatro grandes aves sobrevuelan la bahía en silencio. Despacio, sus alas rasgan el aire sin descanso, una y otra vez y otra y otra… El tiempo se detiene en un trozo de cielo, el mismo que todos miramos desde el reflejo del sol en las aguas en calma.
Cuatro pares de ojos directos al infinito persiguiendo las estelas de otros que ya escucharon la llamada de las tierras vírgenes y cálidas del mundo. Ni nos miran, y si lo hacen sólo es para verificar que se alejan cada vez más del frío roce del asfalto en enero. Pero en su adiós todavía se respira una ráfaga de nostalgia por todos los que se quedan suspendidos en los cables de las emociones. Si alguna vez sintieron el fresco soplo en las copas de los árboles de esta parte del mundo, hoy lo recuerdan y entornan sus ojos con la excusa del viento. Si aquel velero que conquistaron una tarde llega a puerto perseguido por las olas ancianas del Pacífico, no volverán a posarse en sus velas rotas por la aventura. Jirones de náufragos que buscan rehacerse en esta vida se encuentran compartiendo nubes blancas allá arriba, donde ya casi no los distinguimos. Son sólo manchas que se mueven. Cuatro grandes aves rompen a llorar justo al final del horizonte, en la primera toma de sus vidas de plumas, y se sumergen en las aguas heladas para que sus lágrimas se confundan con las de las mareas. Es todo. Vuelan las sonrisas, vuela el ansia toda y gira su cuerpo el ser amado que nos mira y gira. A vuelapluma escriben los poetas los versos lentos de cadencia y tono. Y giran. De la rama, sordo y mudo, el jilguero asoma el ala levantando el vuelo. Gira el mundo y cae el tiempo. Por siempre solos en los márgenes prohibidos de gelatina y ambrosía los puentes flotan y recuerdan ríos bravos. Giran las cometas de sueños esquivos hacia el sur del universo, el viento entre el papel y la cuerda canta un mar de perlas solitarias. Y bailan. Tras las esquinas de las conchas romas, justo donde se pierde su mirada, el Sol aguarda con la Luna esbelta para girar unidos cuando se besen las promesas dadas. En los que los presos sólo piensan en salir a combatir el mal con lo que les queda de leve humanidad.
Son ésos que pesan y pasan, en los que las madres adoran a sus hijos por encima de las circunstancias. En los que el dios de la voracidad nos mira pero no nos ve y escapamos de su tenebroso abrazo hacia la luz del mar. En los que los poetas renuevan sus votos con versos alejandrinos, sentados al bies en fuentes de palacios de piedra y chocolate. Llenos de segundos, minutos, horas… que se vuelven teatros de sombras y miniaturas mientras suena un clavicorde francés. Y los amantes se aman entre risas bajo el manto artificial de la noche americana. Y los que matan el tiempo dejan sus armas líquidas a un lado. En sus márgenes, las comisuras del tiempo bailan al compás de una mazurca cuando nadie las mira. Y en las vísperas de otoño vuelan encaramados a una hoja de álamo recorriendo otras vidas que se sienten invierno para siempre. Cálidas ráfagas de minutos felices que desbaratan las estaciones y el mandato universal de los resentidos. Un corazón que vive al límite en el borde del adiós, al alba misma, y late por inercia se vuelve firme y sobrepasa la mañana en brazos de la ausencia. Es valiente un día más y se adentra en la bruma de las emociones que, como en los libros sobre la Tierra Media, está trufada de peligros, leyendas y misterios. Los días claros y oscuros Los días largos y cortos Los días que saltan en charcos Los días que son uno más uno Y días… Es cuando la fuerza del mar borra todo signo de dolor en el mundo y se empieza de nuevo.
Es un himno que suena alto y claro en el centro del estómago y cuyas vibraciones activan las neuronas alienadas. Es el viento que se cuela entre el vuelo de una mariposa monarca y los propios pensamientos. Es el recorrido de una bala a cámara lenta entre bosques sombríos de abedules y presas. Es la mano que calma un momento de angustia con sólo un roce cálido de piel querida. Es el miedo a perder lo que es nuestro una vez más. Es el timbre que acosa la siesta de los domingos con velas desplegadas al jardín de los sueños. Es esa voz que acuna nuestras pesadillas cuando la noche es oscura y no parece amanecer nunca. Es un estanque trufado de nenúfares en mitad de la autopista que lleva a los años bisiestos de amigos de siempre. Es ese fin de semana en el que todos estamos juntos en orillas comunes, justo donde la nieve se vuelve salada y líquida. Es despertar rodeado de flores en un desierto amarillo de sol y no querer volver a la lluvia. Es saber que es imposible volar por encima de las circunstancias con cadenas imaginarias que adornan los tobillos. Es un nuevo día en la Tierra de los indomables humanos que aman estar vivos. Es un sorbo amargo de angustura para mezclar tardes anodinas con vivencias inolvidables. Es un no saber dónde ni por qué surgen las palabras perfectas de algodón de azúcar en las norias del mundo, a kilómetros de distancia los corazones más cercanos. Es cercenar la ira de los días para dar alas a la serenidad de las horas que pasan de puntillas. Es, quizás, atrevernos a levantar la tapa y descubrir si el gato vive o ha muerto. |
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Agosto 2018
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